En la remota aldea de Payera, en un rincón del norte de Uganda que limita con la República Democrática del Congo, hay un cruce de caminos donde desde hace nueve años existe un animado zoco que todos conocen como Soko Yani, es decir, el mercado de Yani, una señora que hoy tiene 44 años y que se siente orgullosa de haber sacado adelante a sus seis hijos gracias a su iniciativa personal que hizo posible comenzar este lugar que hoy es toda una institución.
Un buen día Yani se hartó de depender para todo de un marido pendenciero y borrachín. Con el poco dinero que tenía en casa compró un barreño de alubias, un saco de maíz y un litro de aceite de girasol. Con estos ingredientes y alguna cebolla preparó una cazuela de anyoya, un guiso local que proporciona buenas calorías para empezar el día, y muy de mañana, antes del amanecer, se sentó debajo de un árbol en un estratégico punto por donde cientos de campesinos pasaban todos los días para dirigirse a cultivar sus campos. Por cien chelines (unos cinco céntimos de euro) les ofrecía su consistente desayuno, algo muy de agradecer para personas que normalmente comienzan su jornada con el estómago vacío y que emplean las primeras horas del día en realizar las tareas más duras, azada en mano, sin haber tenido tiempo de comer nada antes.
A los pocos días Yani se dio cuenta de que su clientela aumentaba, sin duda, consecuencia del mensaje de boca a oreja que recorrió la comarca, hasta el punto de que incluso otras personas que habitualmente no pasaban por aquel cruce de caminos empezaron a desviarse para llegar allí y comer algo sólido que les proporcionaba fuerzas para sus tareas agrícolas. En un día bueno podía llegar a ingresar 20.000 chelines, equivalente casi a seis euros, algo nada despreciable en un país donde la mayor parte de la gente vive con menos de un euro al día. Con un sabio sentido práctico que Dios parece haber otorgado especialmente a las mujeres africanas, Yani abrió una cuenta corriente y comenzó a practicar hábitos de administración y ahorro. Muy pronto otras mujeres de las aldeas vecinas decidieron seguir su ejemplo y al cabo de pocos meses los cruces de camino de Payera y lugares circundantes se llenaron de señoras que, sentadas a la sombra de un árbol, ofrecían su valioso alimento a quien quisiera comprarlo por una monedilla de cien chelines.
Han pasado nueve años, y el mercado de Yani se ha convertido en un lugar bullicioso y animado donde muchas madres venden verduras, pescado seco, alimentos cocinados y cerveza local. Cuando lo visité, pensé que detrás de una escena cotidiana en el África rural como un mercadillo a la sombra de cualquier árbol hay a menudo toda una historia de personas que pugnan por salir de la pobreza, o por lo menos, que se contentan con poder mandar a sus hijos a la escuela y tenerlos medianamente bien alimentados y vestidos. El contrapunto de la historia es que su marido la dejó el año pasado. Yani dice que por envidia y por no soportar a una esposa que se había convertido en autosuficiente y ya no tenía que depender de él para todo.
Y, por cierto, me llamó la atención al visitar el mercado de Erussi, situado a pocos kilómetros de Payera, ver una hilera de tiendas nuevecitas y sin estrenar, recién construidas, situada detrás de una extensa explanada donde varias decenas de mujeres vendían los artículos más variopintos. Según me explicaron, los edificios nuevos de una sola planta fueron construidos hace varios meses con un dinero de la Unión Europea en un intento de mejorar las instalaciones del mercado, pero hasta la fecha nadie parece interesado en usarlos. La gente ha acudido siempre a un mercado al aire libre que es más que un lugar de compra y venta: es el ágora pública donde se charla sin prisa, se pone uno al día de las últimas novedades, se cotillea, se socializa y se pasa el rato charlando con los vecinos. Me da la impresión de que a los expertos que programaron y ejecutaron ese proyecto –sin duda siguiendo todos los cánones y tecnicismos del marco lógico de cooperación internacional al desarrollo– se les debió de pasar algo por alto.
Estoy seguro de que si hubieran consultado a la señora Yani, experta en mercados locales, el proyecto en cuestión les habría salido bastante mejor.