Demasiado a menudo estamos confrontados a presentaciones tan parciales como poco sutiles de la tragedia ruandesa. Es como si estuviéramos empujados a situar a todas las víctimas en un campo étnico y a todos los culpables en el otro.
Cuando seguimos lamentando hoy el pesado tributo humano del genocidio ruandés, no podemos evitar hacernos preguntas sobre las circunstancias en las que se produjo la calamidad. Las decisiones de unos y otros se asemejaban a menudo entonces a un teatro de sombras y luces. “¿En qué obra estábamos actuando?”. Es la pregunta, sin respuesta definitiva, que me hago al final de mi libro de recuerdos como embajador de Bélgica en Kigali, de 1990 a 1994. Veintisiete años después del genocidio, la tragedia no ha desvelado todavía todos sus secretos. ¿Algunos acontecimientos y situaciones que desfiguran hoy el ámbito político ruandés podrían ser susceptibles de aclarar algunas de las partes más sombrías del pasado?
A pesar de todo, la búsqueda de la verdad progresa
Con demasiada frecuencia, estamos confrontados a presentaciones tan parciales como poco finas de la tragedia ruandesa. Es como si estuviéramos llevados a colocar a todas las víctimas en un campo ético y a todos los culpables en el otro. Las mentiras y la agitación propagandística, que en nada son diferentes a las prácticas estalinianas, son elevadas al rango de expresiones creíbles del traumatismo y de las indignaciones por parte de observadores ingenuos, pedantes o suficientes.
Las preguntas desprovistas de prejuicios sobre la causa profunda y sobre las verdaderas circunstancias de la desgracia ruandesa son, desdichadamente descartadas por medio de una barrera de artillería retórica. Las salvas de acusación demasiado fáciles llevan los nombres de negacionismo o de divisionismo. Los interrogantes legítimos, las observaciones imparciales y las preocupaciones críticas deben ceder el paso a “la historia oficial” y fabricada, que recibe el imprimatur del Paul Kagame, presidente de Ruanda; como si Kigali quisiese preservar permanentemente el poder de explotar hábilmente el complejo de culpabilidad de una parte de su propia población y de la comunidad internacional.
Preguntas esenciales
Esos obstáculos no deben desanimarnos para seguir buscando la verdad y para poner en cuestión sin orejeras la historia oficial. ¿Cómo es posible que tantos ruandeses hayan caído en la trampa de la radicalización asesina? ¿Quién tenía interés en ello? ¿Hubo planes maquiavélicos llevados a la práctica? ¿Habyarimana era el responsable o el rehén de un entorno hutu extremista? ¿Quién instigó los asesinatos políticos en los meses que precedieron al genocidio? ¿Los planes de desestabilización ideados antes del atentado contra el avión presidencial del 6 de abril apuntaban ya al exterminio de los tutsi? ¿Quién derribó el avión presidencial el 6 de abril? ¿Kagame no habría podido terminar el genocidio antes? ¿Los belgas y los franceses no habrían podido, juntos, influir más en el proceso de paz? ¿Los americanos, británicos, el ugandés Museveni, pueden ser colocados al margen? ¿Y qué decir sobre la actitud del Consejo de seguridad y del secretariado de la ONU? ¿Se sabe en su totalidad cuál fue el rol de los belgas? ¿Es verdad que nuestra política de tutela ya había sembrado las semillas de la tensión étnica?
Ciertamente, existen aquí y allá algunos intentos loables que tratan de interrogar con franqueza a este pasado reciente y uno no puede sino esperar que se multipliquen.
Un informe culpable de ligereza
Sin embargo, dudo mucho de que el informe de la comisión de historiadores franceses (el informe Duclert) nos acerque a la verdad. No puedo más que suscribir muchas de las conclusiones del estudio encomendado por el presidente Macron sobre el rol de Francia antes y durante el genocidio. Mi libro sobre Ruanda (“”Rwanda, mijn verhaal”, Polis-Pelckmans, 2016) está lleno en efecto de ejemplos de decisiones y de iniciativas francesas que colocaron a menudo a belgas y a otros actores diplomáticos ante hechos sin vuelta de hoja. La arrogancia con la que las tropas francesas se comportaron frecuentemente o la indulgencia que Francia reservaba a graves violaciones de derechos humanos siguen siendo chocantes. Pero, sobre puntos esenciales, el informe es culpable de ligereza y de omisiones inexcusables. Contrariamente a lo que la comisión afirma, Francia apoyó sin duda alguna los acuerdos de Arusha; acuerdos que habían previsto un amplio reparto del poder (hasta el punto de hacer temer a numerosos hutu que regresaba el ancestral dominio de los tutsi). Las responsabilidades del Frente Patriótico Ruandés (FPR) son o silenciadas o subestimadas. Las desgracias causadas por los ataques recurrentes del FPR de 1990 a 1994 contra cientos de miles de agricultores que huían son ampliamente dulcificadas.
Pero, por si ello no bastara, las declaraciones mediáticas del presidente de la comisión, el profesor Duclert, ponen en solfa la seriedad científica que se le supone encarnar. Pretendidos axiomas que consagran la ausencia de antagonismo étnico en la sociedad ruandesa tradicional, definiciones no sustentadas tales como “la dictadura racista de Habyarimana”, y, en fin, la descarga de responsabilidades acordada al FPR, todo ello es considerado como algo indiscutible en el informe. El Presidente de la república (francesa) se equivocaría si se vanagloriara de este informe y se inspirara en él para llevar adelante su diplomacia ruandesa. Temo, también, que el número extrañamente elevado de periodistas, de universitarios o políticos franceses que ciegamente se unen al coro de propaganda de Kigali, no se den cuenta que ponen en juego su propia credibilidad.
La indignación selectiva debe acabar
Esta constatación puede parecer dura. ¿Pero no es ya, desde hace tiempo, hora de liberarnos de una complacencia paralizante? Del mismo modo que nos mostrábamos severos en su día con relación a Habyarimana, ¿no es ya hora, en el presente, de pedir que Kagame rinda cuentas? Las innegables y loables realizaciones del “Singapur de África central” no pueden seguir siendo invocadas indiscriminadamente. Sobre todo si se trata de justificar el silencio, el atolondramiento o la indiferencia ante estadísticas asépticas, ante violaciones de derechos humanos y antes actuaciones de desestabilización en la región de los Grandes Lagos, que se realizan bajo la responsabilidad del hombre fuerte de Kigali.
El año pasado, escribí un artículo de opinión, indignado por el silencio de nuestros medios y de nuestros políticos con relación a la sospechosa muerte del cantante góspel Kizito, un tutsi que se había atrevido a solicitar compasión por el dolor que igualmente se extiende a los hutu. Más recientemente, una madre tutsi de cuatro hijos ha expresado públicamente con valentía su hartazgo a propósito de cierto número de abusos cometidos en el Ruanda de hoy. Inmediatamente ha sido esposada y encarcelada. Desde hace años, los ciudadanos son intimidados y privados de su libertad. Algunos han desaparecido, otros han sido asesinados, tanto en Ruanda como en el extranjero.
Paul Rusesabagina está actualmente procesado en Kigali. Me atrevo a creer que nuestro gobierno gestiona con sabiduría la defensa de los derechos e intereses de este compatriota y que nuestro Parlamento se comprometa igualmente. No ganaremos ni comprensión ni respeto actuando de manera demasiado prudente. La indignación selectiva debe terminar.
Me pregunto, por otra parte, por qué el presidente del Consejo europeo, Charles Michel, no se expresó en público sobre esta cuestión tras su encuentro en Kigali con el jefe de Estado ruandés, unos días después de que una resolución ampliamente apoyada del Parlamento europeo hubiera pedido un proceso justo y equitativo para Paul Rusesabagina. Esperemos que lo haya hecho durante la audiencia.
Persisto en creer que la discreción que caracteriza a la diplomacia posee sus métodos y sus razones. Ahora bien, cerrar los ojos ya no es posible. Las agendas y sus actores deben ser desenmascarados. Todo el mundo no está convencido de ello, pero muchos lo están. No hace mucho tiempo, yo escribía: “Después de todo, ¿no nos hemos equivocado respecto de Paul Kagame y de su Frente Patriótico ruandés (FPR)? El envoltorio hábil y atractivo de nobles reivindicaciones (retorno de los refugiados, democracia, reparto del poder, derechos humanos), tan bien acogido en 1990 por la comunidad internacional, y Bélgica, y por la oposición interna, ha servido para ocultar sus verdaderas intenciones: hacerse con todo el poder para él y garantizarlo con mano de hierro, dar libre curso a las ambiciones intervencionistas en el Congo…”
Diecisiete años más tarde (de ese escrito) debemos continuar insistiendo en la gravedad del genocidio y en los indecibles sufrimientos de cientos de miles de desdichadas víctimas. Debemos seguir luchando contra la banalización y la simplificación extremas para que cada ruandés, sin distinción alguna, tenga el derecho de hacer el duelo de sus familiares y cercanos.
Una actitud de auténtica compasión guiará también la búsqueda de la verdad, no solamente para determinar en qué obra fuimos llevados a actuar en la época, sino también para liberarnos hoy de las ambigüedades, de las representaciones unilaterales y de los simplismos polarizantes.
Johan Swinnen
*Antiguo embajador de Bélgica en Ruanda (1990-1994)
Fuente: La Tribune franco-africaine
[Traducción, Juan Luis Iribarren]
[Fundación Sur]
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