“Echar raíces quizá sea la necesidad más importante e ignorada del alma humana”.
S.Weil
El 17 de marzo, nuestras colegas de la Asociación Mwema Children, situada en el pueblo de Karatu, al noroeste de Tanzania, nos comunicaban que un contacto del primer caso positivo de COVID-19 diagnosticado en el país la noche anterior, había llegado por casualidad a su centro de acogida temporal para niños y niñas en situación de calle. Era el taxista que trasladó el día anterior a una ciudadana belga retornada, primer caso positivo diagnosticado en el país, desde el aeropuerto de Kilimanjaro a la ciudad de Arusha, a dos horas por carretera de Karatu. El cuestionado sistema de vigilancia en aeropuertos mediante toma de temperatura falló esta vez.
Enseguida, las autoridades sanitarias rastrearon los contactos y llegaron al Centro de Mwema Children. Se aplicaron los controles preceptivos y, aunque a los dos días el taxista dio negativo, se confinó como medida preventiva a todas las personas que estaban en el Centro: noventa y seis en total, entre educadoras, estudiantes de día, residentes de los centros de acogida y resto de trabajadoras. Las familias de los estudiantes de día fueron informadas mientras el Gobierno local proveyó de colchones, mantas y comida, e informaron puntualmente a los residentes del centro, que pasaron los días confinados entre aulas, oficinas y el centro de acogida. Nos admiró su capacidad de resiliencia en un momento y situación tan desasosegantes.
El 27 de abril, tras cuarenta y tres días de confinamiento en sus hogares, los casi ocho millones de niñas y niños menores de catorce años que viven en España pueden, bajo un atento control y supervisión, pisar la vía pública, lo que se traduce, en estos momentos, en pasear por breve espacio de tiempo por los espacios públicos próximos a sus domicilios.
La interacción e intercambio infantiles, por el contrario, quedan totalmente prohibidos, entretanto, debido a los enormes riesgos derivados de este contacto al tratarse, las generaciones más jóvenes, de peligrosos focos de contagio en sus respectivos núcleos familiares y, por extensión, en el resto de población.
Estas medidas profilácticas se han ejecutado de manera homogénea, sin considerar la casuística y las situaciones derivadas y peculiares de vulnerabilidad de cada hogar español. Porque si bien es sabido que no todo el mundo se encuentra en condiciones de igualdad para soportar un encierro como el que atravesamos, es de necesidad no aplicar la misma vara de medir. Cada niña y niño, cada familia, tiene unos recursos emocionales y materiales para afrontar esta pandemia global. Unos umbrales sensitivos y de tolerancia que sí importan, que nos afectan y que nos ayudan a nombrarnos, relacionarnos con el medio y redefinirnos constantemente. De lo que hablamos, en definitiva y como casi siempre, aunque nunca está de más reiterarlo, es de vindicar la pluralidad, de ampliar la mirada y superar el encapsulamiento y repliegue a clasificaciones monolíticas.
Y de romper los moldes y definiciones rígidas, precisamente, se refieren estas líneas que compartimos.
El pasado 12 de abril se celebró el Día Internacional de la Infancia en Situación de Calle, cuyo lema este año se centró en la preservación de espacios seguros: #SafeSpacesForStreetChildren. Resulta paradójico, cuanto menos, que en un momento en que la mitad de la población mundial permanece confinada en sus casas anhelando disfrutar de nuevo del encuentro social, nos detengamos brevemente a reflexionar sobre las realidades de jóvenes cuyo hogar o supervivencia se encuentra abocada a las calles. Lejos de tratarse de situaciones excepcionales, Consortium for Street Children, entidad referente a nivel internacional en el trabajo con infancia en situación de calle, calcula que la cifra asciende a unos cien millones. No obstante, esta estimación, además de desfasada, se torna imprecisa, por la profunda variabilidad de realidades infantiles que abarca y la dificultad contabilizar los casos mundiales de niñas y niños que viven, trabajan, duermen o pasan grandes cantidades de tiempo en las calles. Sus razones son tantas como las historias de sus protagonistas, aunque el sustrato siempre sea coincidente: empobrecimiento en sentido amplio, como nos recuerda Amartya Sen quien constata que “La pobreza significa, no sólo la ausencia material, sino, sobre todo, representa la falta de oportunidades para disfrutar de una vida digna”.
El activista e investigador tanzano, otrora Coordinador de Mwema Children y gran impulsor de sus políticas sociales y comunitarias, recogía en su informe del 2016 sobre la situación de las niñas que viven en la calle del pueblo de Karatu, con una población estimada de 20.000 personas, que el 58% de las niñas abandonan sus casas por situaciones de pobreza económica en sus hogares.
En el contexto referido al noroeste de Tanzania, esas pobrezas se concretan en el rechazo social, abuso y violencia familiar, explotación sexual, privación socioeconómica, dificultades de habitabilidad, explotación laboral, falta de estatus legal, carencia de expectativas vitales y un largo etcétera.
¿Qué opciones podemos ofrecer a estas niñas y niños cuyo medio de supervivencia está íntimamente conectado al espacio público? ¿Cómo garantizarles unas medidas mínimas de salud en un estado de emergencia? La limitación de movimientos derivada de posibles toques de queda, aún no comunes en todos los países africanos donde, por ejemplo, Tanzania no la ha aplicado aún, el cierre temporal de escuelas y la vigilancia extrema de las vías públicas dejan a las y los jóvenes en una situación de desamparo más acuciante, si cabe, por la pérdida de sus redes de apoyo cotidianas. En muchos de estos casos, la única opción alternativa pasa por el regreso a sus entornos familiares donde es probable que encuentren mayor inseguridad que en las propias calles. Porque si algo es patente es que estas chicas y chicos entienden las calles como la mejor o la única de las alternativas posibles a sus problemas. Las fronteras de lo público-privado, así como otros sistemas sociosimbólicos tradicionales de identificación, pierden sentido en sus vidas. Los recursos de protección son insuficientes. La ley tanzana sobre los derechos de la infancia de 1999, no suprimió una norma de la época de la ocupación inglesa que equipara a estos niños y niñas con delincuentes y maleantes, sólo por estar en la calle, permitiendo su detención e incluso su ingreso en prisión. Una ley de origen colonial, qué ironía, podría marcar el devenir de estos jóvenes durante esta pandemia. Leyes tremendamente torpes e ineficientes para responder a unas realidades caracterizadas precisamente por la contradicción con toda pauta “de ser y vivir” convencional. Nos encontramos ante un necesario ejercicio de disonancia cognitiva que nos permita traspasar los encorsetados parámetros de clasificación con los que interpretamos y simplificamos el mundo.
Nuestra sociedad ignora, a menudo, los parámetros que inciden en las desigualdades, los fundamentos esenciales que sustentan las inequidades sociales. A quienes situábamos al margen de nuestra sociedad, lo están ahora más que nunca, aunque sus vidas se hacen más públicas en las últimas semanas. El confinamiento nos hizo ver que en sí mismo no es igual para todo el mundo. Personas sin hogar, mujeres víctimas de trata, migrantes sin papeles están abocados a una vida peor. Igual que los chicos y chicas en situación de calle son señalados, por algunos y algunas en Karatu, como vehículos de transmisión de la COVID-19, en otros lugares de España se señala a gitanos, gitanas y personas de origen asiático como irresponsables transmisores de la enfermedad. La miseria de la humanidad se esfuerza también por contrarrestar los aplausos ciudadanos, con independencia del contexto, a través de la terrible miopía de una comunidad globalizada.
Entretanto, la juventud de Karatu nos devuelve normalidad, cotidianidad en su lucha por la supervivencia diaria. Nada cambia. Sus entornos seguros son diferentes para cada uno, para cada una, en función de sus realidades particulares y del acomodo que encuentren. Algunos y algunas lo encuentran en el regreso a sus casas, otros y otras en el regreso a la escuela, ahora cerradas. Otras personas se adaptan a recursos habitacionales en centros de acogida temporal o terceras familias mientras un número importante encuentra en la calle y entre sus iguales, a pesar de la hostilidad del medio, la complicidad y resiliencia colectiva imprescindible para continuar viviendo. La resiliencia, para la física, designa la capacidad del acero para recuperar su forma inicial a pesar de los golpes que pueda recibir y a pesar de los esfuerzos que puedan hacerse para deformarlo. Esfuerzos contra la invisibilidad ciudadana, culpabilidad callejera, ignorancia y victimismo occidental que no pueden, de momento, con la capacidad de acero de esta juventud sin techo.
Jóvenes sin casa, sí, pero con identidades propias y que aun viendo vulnerado su derecho esencial a una vida digna, bregan en un nuevo escenario para continuar habitando las calles en medio del desconcierto general.
Porque la capacidad de resistir y de sobrevivir sigue estando intacta como seres vivos que somos, amalgama imposible –e innecesaria– de separar, entre biología-naturaleza y cultura-sociedad. Las fragilidades comunes, a los que muchos intentan ignorar amparados en una supuesta superioridad antropocéntrica y victoria contra los límites naturales, emergen en momentos en los que un organismo patógeno microscópico ha logrado paralizar la actividad humana planetaria. Nunca viene de más recordar, como muchas chicas y chicos en situación de calle tienen muy presente, que nada puede llegar a sustituir al vínculo físico, la comunicación entre los cuerpos y la sensación de seguridad que reportan algunas personas con las compartimos nuestras vidas y nuestros espacios. Quizá se hayan visto privados de las fuentes primarias y tradicionales de bienestar, pero en esa búsqueda por construirnos como subjetividades en relación, las necesidades más básicas de interdependencia se ven cubiertas, en muchos casos, por sus iguales. Entre ellas y ellos construyen sus espacios de seguridad y raigambre. Ya que, siguiendo la cita que encabeza este artículo, echar raíces sigue siendo, afortunadamente, condición sine qua non de nuestra existencia, aunque sobre su cobertura y manifestaciones, siempre situadas y contextuales, no haya patrones a los que amoldarse.
Alba S. Secades – Manuel S. Galán
* Alba S. Secades, Educadora. Activista de la Asociación Matumaini.
* Manuel S. Galán, Especialista en cooperación internacional. Activista de la Asociación Matumaini.
[Fundación Sur]
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