El Covid-19 no ha dejado de sorprendernos desde su irrupción en China a finales de 2019, y desde que escuchamos hablar de él por primera vez a medidos de enero de este año, cuando comenzó azotando la ciudad de Wuhan. Por aquel entonces poco asustaba a la mayoría de países europeos que tenían puestos los ojos en Asia y se preguntaban cuánto tiempo tardaría en saltar a África, principal centro de operaciones remotas de China fuera de su continente.
Sin embargo, este virus sorpresivo, ha tardado casi un mes más en expandirse por el continente africano con respecto a Europa, tal y como muestran los mapas de la OMS del 27 de febrero, fecha en que se registró el primer caso de coronavirus en la España peninsular. A finales de febrero apenas se registraban casos aislados en Argelia y Egipto, mientras que a finales de marzo prácticamente todos los países africanos registraban tímidamente sus primeros casos, con Egipto, Sudáfrica y Nigeria a la cabeza. Según avanzan los días los países van sumando nuevos casos de forma más o menos acelerada.
Esta pandemia es, sin duda, una oportunidad para reflexionar sobre los modelos de desarrollo puestos en marcha por agencias internacionales y ONGD, aceptadas por las propias políticas internas de países empobrecidos, quizás porque no quedaba más remedio. Centradas en los modelos de economía de mercado bajo una marcada dependencia, olvidan, a menudo, las capacidades, potencialidades y beneficios reales de apostar por la gestión propia de los recursos autóctonos, al menos, en mayor medida.
Lo que parece evidente a estas alturas de la pandemia es que el Covid-19 ha sembrado la incertidumbre en todo el planeta y que todo lo que hoy se escriba puede ser sujeto de críticas y modificaciones mañana. Hemos de tener cautela en las predicciones, aprender de experiencias pasadas y adaptarlas a cada contexto. África tiene experiencia, sólo le hacen falta los medios.
Manuel S. Galán González-Pardo e Inés Zamanillo Rojo