El viejo sueño del hombre blanco en África es un reloj de arena que sin pausa se diluye. Los que no se fueron, terminan de atravesar la transición a una nueva etapa. Los que tenemos una identificación con Europa muy poco definida, no sabemos cuál será, pero sí que ya nada volverá a ser igual. La vieja Sudáfrica que conocí muta hacia una criatura indecisa pero con esa seña de identidad propia que aúna belleza y violencia, bondad y crueldad, indiferencia y espíritu solidario. Un triunvirato de contradicciones que solo pueden sobrevivir en ese extraño país. Un bebe con un revolver. Antes del fin, de su colapso o de su triunfo, me apresuro a visitar sus esquinas más remotas bajo un maratón de kilómetros, casas de huespedes y rectas interminables hacia el ocaso naranja. Me declaro vagabundo, ya me gustaría. Cuando eres pellejo de gasolineras y pueblos perdidos en el interminable descampado yermo que es el Kalahari, el concepto de distancia se distorsiona, el espacio se pliega al antojo que es el deseo por lo desconocido y solo entonces el camino se acorta.
Port Nolloth es un remoto asentamiento minero-pesquero en el margen sur del Rio Orange. Curso fluvial que separa Namibia de Sudáfrica y cuyo lecho arrastra un aluvión de brillantes y gemas al gélido atlántico desde la chimenea de kimberlitas de Kimberly a más de quinientos kilómetros tierra adentro.
Hay unas ocho horas desde El Cabo. Todo recto hasta la frontera y la primera a la izquierda antes de cruzar. Así de simple. Dejas la cosmopolita Ciudad del Cabo, con el permiso de Durban el Miami sudafricano, en el retrovisor y según te alejas, la jungla de neón deja paso a una árida planicie infinita. Estas en el borde del gran Kalahari, aquí se fabrica el silencio.
Port Nolloth sería un marco perfecto para la temporada de playa invernal de Ralph Lauren. Villas con porches de madera azul y mármol beige cuyos generosos ventanales a lo French windows vomitan la elegancia de las casas de la añeja Sudáfrica blanca al océano con una interminable playa de arena blanca de por medio. El agua está gélida, la niebla es fiel a la cita matutina y los jardineros siguen siendo negros. ¿Quo vadis Suidafrika? La localidad es casi propiedad de De Beers, gigante y mayorista del amor pues controla el comercio mundial de gemas. Otra historia distinta es el [aún] oscuro pasado de tan brillante corporación y si cabe, todavía más disímil los que confunden el amor con los diamantes.
El forastero siempre es sospechoso de todo en un sitio que vive de la extracción diamantífera. Tú no lo sabes, pero ellos ya saben que hay un tipo nuevo en el pueblo. Los niños rubios recogen conchas en la playa, los negros no los veo y ya se ha hecho de noche. Solo queda abierto el típico South African liquor store, en esta remota esquina del país llamado Vasco da Gama y como no podía ser de otra forma, regentado por el portugués de turno que no se volvió a Lisboa cuando de Angola salió por pies. El alumbrado público es tímido, resaltando así una gran cruz iluminada que da la bienvenida al viajero y la otra que en el cielo da sustento a la maravilla celeste que son las noches del Hemisferio sur. En sentido horario Gacrux, Crucis, Acrux y Mimosa, son la cruceta que da norte a los que buscan el sur en el confín del mundo. Aquí rige la Cruz del Sur. Estudien astronomía, siempre es de provecho la torticolis celeste.
Duermo en la casona de Dee. Una sudafricana de jirones rubios que conduce una Hilux, le gusta el rugby y tiene la cara quemada por el sol. Le pega un anuncio de Billabong. No puede evitar preguntarme qué demonios hago aquí; encojo los hombros y me declaro yonki del asfalto. Se ríe. Madrugo para completar la frikada con el centenar de kilómetros que me llevan hasta Alexander Baai, último poste poblado antes de cruzar el rio Orange, mejor dicho de no cruzarlo pues no quiero pasar a Namibia. Al otro lado esta Oranjemund, la otra localidad propiedad de De Beers cuyos trabajadores y visitantes solían pasar y entrar por rayos X cada vez que salían y entraban no sea que alguno defecara el brillo que lo pre jubilará para siempre. La zona está repleta de historias y leyendas sobre buscadores de fortuna y aventureros.
Alexander es un lugar hermético con tintes apocalípticos. Siempre es domingo pues apenas hay gente en la calle. A la par, te sientes vigilado y más con un coche matricula de Johannesburg. Todos trabajan para la corporación diamantífera, y es que De Beers vio más provechoso contratar el pueblo entero antes que tener que vigilarlo. Ahora el vecino vigila al vecino y así hasta cerrar el círculo. Los anuncios te avisan que el contrabando de brillantes es un delito muy grave. Un simple pipí en el arcén levanta la sospecha de la patrulla fronteriza y no hay guest house que no te advierta que conducir fuera de la carretera está terminantemente prohibido. Esto no es España, aquí la ley se cumple sí o sí.
En mitad de la nada bajo un cielo acuarela gasto la tarde en un aeródromo abandonado que vi en Google Earth. Un escenario digno de una película de zombis. La última noche la pasé en una taberna llamada Scotia Inn, dándome un atracón de aros de calamar con patatas de vinagre y cerveza helada de barril donde se juntan pescadores y buscadores de diamantes con licencia que filtran el lecho marino en busca del destello; son los últimos cowboys del quilate cuyas conversaciones son de cualquier cosa más diamantes.
De vuelta a Cape Town, me despido de Port Nolloth con la Cruz del Sur en el parabrisas pues conduzco cual psicópata de un salto directo al sur. No sé si volveré, ya cantaría mucho…
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