He leído hace poco en la prensa de Uganda que el país se ha convertido durante los últimos años en uno de los paraísos para occidentales que buscan turismo sexual. Después de sufrir oleadas interminables de pobreza extrema, guerras, enfermedades (entre ellas el SIDA, cuyo rápido descenso parece haber hecho bajar la guardia a muchos) y dictadores, sólo nos faltaba ahora esto. Hay incluso un blog especializado en el que visitantes y expatriados de todos los calibres relatan sus experiencias en este campo y se intercambian información sobre hoteles, burdeles, bares y hasta esquinas de calles donde pulula este negocio, además de informar sobre tarifas y a veces incluso hasta de nombres de «lumis» que encabezarían los ranking de mejores servicios. Huelga decir que en este triste negocio hay también menores explotadas, y que el propio gobierno ugandés -aunque oficialmente ha puesto el grito en el cielo- no hace nada por combatir esta lacra.
El caso de Uganda no es, ni mucho menos, el único en África. Basta con tener una combinación de pobreza, chicas agraciadas y expatriados con dinero para tener garantizado el negocio, sobre todo si el país tiene un mínimo de seguridad y de autoridades dispuestas a hacer la vista gorda, circunstancias todas estas que se dan a la vez en un buen número de países africanos. Uno de los espectáculos más penosos que uno puede ver por bares de esas latitudes es contemplar a un blanco (muzungu, en lengua local) de, por ejemplo, sesenta y tantos años que seguramente en su propio país no se comería un colín, arrimarse a una chica que podría ser su nieta en actitud más o menos babeante. Por poco dinero y con escasos prolegómenos el señor de pelo cano y figura tripona puede llevarse al huerto a una muchacha de sobrados encantos y repetir al día siguiente con la misma o con otra. Existe también otra versión de lo mismo, consistente en señora blanca ya entrada en años que busca jovencito africano para animarse con nuevas experiencias.
Esta estampa no se da solo, ni mucho menos, entre turistas occidentales en busca de aventuras con joven carne africana. Imagínense ustedes a un hombre de negocios o incluso un cooperante que acaba de llegar a un país africano con un contrato de varios meses o un par de años y tiene que vivir solo. El señor, en cuestión, gana bastante dinero y tiene a su mujer y sus hijos a muchos miles de kilómetros de distancia, en su país de origen. Pronto se da cuenta de que los fines de semana, viviendo un una capital con pocas posibilidades de ocio, son bastante aburridos. Y además, como vive en un lugar donde no le conoce nadie, no tiene la presión social que tendría encima en su país natal donde vive rodeado de familiares y amigos. Un buen día, seguramente tras haber oído a alguno de sus conocidos tirarse algún farol, le pica la curiosidad -y nos imaginamos que algo más- y se decide a probar «sólo una vez». Por lo que conozco de haber vivido en Uganda muchos años, lo que empieza siendo una aventurilla calificada más o menos jocosamente como una «canita al aire» puede terminar no raramente desembocando en situaciones muy dolorosas, como una ruptura familiar seria, un escándalo que daña la reputación de un equipo o incluso una enfermedad grave.
Naturalmente, es justo afirmar que por cada caso de expatriado que se comporta de esta manera hay muchos otros que hacen un esfuerzo serio por no desbarrar y vivir según unos principios éticos mínimos.
Sin embargo, el putiferio para blancos prolifera en países africanos, y en lugares -como es el caso de Uganda- que se popularizan como destino turístico, tarde o temprano la oferta acude en busca de la demanda y hay quien entre visitas a reservas naturales, lagos y montañas encuentra tiempo para dedicarse a actividades que en su propio país no haría ni por asomo, sobre todo cuando entra en juego el sexo con menores.
Lo que más me sorprende del caso es que, de vez en cuando, algún ministro hace declaraciones en las que aparece indignadísimo (en Uganda hay incluso un ministerio de «Ética e Integridad») y promete acciones que al final no se producen nunca. No será por desconocimiento. En Kampala, por ejemplo, todo el mundo conoce los bares, pubs y hoteles frecuentados por expatriados a donde acuden chicas en busca de unos chelines a cambio de ofrecer sus servicios. Pero nunca tendrá lugar ninguna inspección, ni mucho menos una sanción contra los que están detrás de este negocio, que no raramente suelen ser personas con muy buenas conexiones (familiares incluso) con altos cargos del gobierno. Como todos ellos se lucran, no resulta muy probable que nadie esté dispuesto a intentar atajar esta lacra que, mucho me temo, no hará sino aumentar