Ciudades africanas, Crecimiento descontrolado
La ciudad congoleña de Kinshasa y su caótica desmesura quedó grabada en mi mente. Era al final de una gira a través de los cuatro países que constituyen la hermosa región de los Grandes Lagos: Uganda, Ruanda, Burundi y el este de la República Democrática del Congo. El año 2007, Kinshasa tenía nueve millones de habitantes. Hoy se estima que tiene entre 12 y 15. En el año 2035 es posible que alcance los 30 millones. Kinshasa no es una excepción en África. Lo que ocurre en esa ciudad ocurre también en otras ciudades del continente africano. La tendencia es un crecimiento imparable.
El informe central de este número de “Africana”, obra de nuestro colaborador y amigo, Ramón Arozarena, nos habla de los problemas que plantea este rápido y, hasta hace pocos años, inédito fenómeno de la urbanización en África. En África, el fenómeno de la urbanización se presenta como una reacción a las carencias del mundo rural. La vida en la ciudad representa para muchos, –sobre todo los jóvenes– la realización de un sueño, el punto de escape de una cultura tradicional demasiado asfixiante, la puerta abierta a oportunidades de trabajo y de ocio difícilmente alcanzables en el campo.
Pero, el problema de las ciudades africanas, que condiciona todo lo demás, es precisamente la falta de un trabajo remunerado y regulado por una buena normativa. Así lo señala el autor del informe: “El 60 % de los empleos en zona urbana son en la economía informal”, propensa a muchas irregularidades e injusticias, que a la larga pueden ser peligrosas para la paz social. Las ciudades africanas nacen y crecen sin diseño previo, de manera incontrolada, sin presupuestos, con enormes carencias estructurales atribuibles, en general, a la falta de medios económicos de los ayuntamientos.
Pienso, sin embargo, que, dentro de sus enormes carencias y peligros, las ciudades africanas aportan otros aspectos de los que podríamos inspirarnos: la alegría de vivir, la solidaridad, el calor de las relaciones humanas y también, aunque son pocos los que lo señalan, la confianza en Dios. Como dice el biólogo Jean Rostand en su libro “Inquietudes de un biólogo”: “No me importa saber cómo será el aspecto de las ciudades el día de mañana, ni la arquitectura de las casas ni la velocidad de los coches. Me importa, sobre todo, conocer el sabor de la vida, las razones para amar y actuar. Me pregunto de qué pozo sacaremos el aliento para vivir. Se gana más amando que entendiendo las cosas… prefiero el amor a la inteligencia”.
Agustín Arteche Gorostegui
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