Una de las cosas que se aprenden en África es que la distancia más corta entre dos puntos raramente es la línea recta.
El pasado domingo había planeado viajar desde Gulu, en el norte de Uganda, a Juba, la capital de Sudán del Sur. Una distancia de 300 kilómetros. En el momento de escribir estas líneas, en un rincón perdido de Sudán donde hay una conexión a internet que parece funcionar a pedales, rezo a San Cristóbal para que pueda llegar a mi destino.
Una amiga religiosa de Uganda vino a buscarme en coche para llevarme a la ciudad y coger allí el autobús que, supuestamente, me llevaría a Juba en pocas horas. Al llegar al cruce de caminos donde la gente esperaba, me enteré de que un puente que cruza el río Asua a su paso por el puesto fronterizo de Nimule lleva dos semanas hundido y es imposible pasar por él.
Otros me dijeron que hay otros autobuses que siguen una ruta mas larga, dejando Uganda por Moyo y pasando por la ciudad sudanesa de Kajo Kaji, mientras que otras personas aseguraban que esa carretera aún está en construcción y lejos de estar acabada. Y hay quien apuntó la posibilidad de que pase algún autobús que entre por Koboko y de la vuelta por la ciudad de Yei, también en el Sudán meridional.
Así que la monja decidió llevarme a su comunidad, a ver si con una taza de té se nos ocurría algo. Entonces sucedió lo que tantas veces me ha pasado en África. Una casualidad llovida del cielo se nos presentó en forma de camión y coche, ambos de la diócesis sudanesa de Torit. Los vehículos, que hicieron eun alto en el camino, venían de Kampala y se dirigían a Torit.
Ellos ofrecieron llevarme y no me lo pensé dos veces, pues una vez llegado a Torit podría encontrar otro medio de transporte para llegar a Juba.
Así que dicho y hecho, me monté en el coche y me puse a charlar con mi nuevo compañero de viaje, un oficial del ejército de Sudán del Sur (SPLA), que trabaja en el Ministerio de Defensa en Juba. Pronto se reveló como un hombre de conversación animada que hizo el viaje agradable.
Cuando habíamos hecho 120 kilómetros, aún en territorio de Uganda, nos dimos cuenta de que habíamos perdido la pista del camión y decidimos dar marcha atrás pensando que le habría ocurrido algún percance.
Efectivamente, a los cinco kilómetros, vimos que había tenido un pinchazo y nos paramos para ayudar a los tres ocupantes que iban en él.
Después de una hora de sudar la gota gorda, emprendimos de nuevo la marcha y apenas recorridos un kilómetro la rueda de repuesto se desinfló y nos detuvimos para sacarla otra vez.
Dos jóvenes que iban junto con el cura de Torit se afanaron en buscar el lugar del pinchazo, mientras mi compañero se dirigía al centro más cercano a buscar un parche, que encontró debajo de un árbol en un chiringuito donde unos muchachos reparaban bicicletas.
Arreglada la rueda, seguimos nuestra marcha y al llegar a Madi Opei, el último centro habitado del norte de Uganda, nos detuvimos a negociar con la policía para que nos dejase pasar. Terminamos teniendo una animadísima charla con ellos. Nos ofrecieron, cervezas calientes y repasamos la actualidad política de África, especialmente la reciente orden de detención del presidente de Sudán, que parece hacer levantado los ánimos de la gente tanto de Uganda como de Sudán del Sur.
Al final, nos dijeron que el puesto fronterizo estaba 13 kilómetros más adelante y que nos apresurásemos a llegar a él antes de que cerraran a las seis de la tarde. Allí nos miraron los pasaportes y quitaron el tronco de árbol sobre la carretera que hace las veces de aduana. A los diez kilómetros llegamos a la frontera con el Sur del Sudán.
Tras bajarnos del coche y el camión nos recibieron unos soldados del SPLA que, después de intercambiar unas frases con mi compañero, nos invitaron a sentarnos a cenar con ellos. Tras una hora de cháchara y de dar cuenta de un poco de maíz cocido con pescado seco llegaron dos hombres que parecían ser los que mandaban de verdad en ese puesto, que se llama Teretenya.
No entendí nada de la conversación, ya que se desarrolló en árabe. Al final, me dijeron que no nos dejaban seguir adelante, ya que hacía solo dos semanas un hombre que se empeñó en viajar de noche murió a tiros por unos desconocidos en la carretera que hay enfrente nuestro. Así que en poco tiempo nos apañaron dos cabañas, de las que previamente habían retirado varias cajas de municiones y nos indicaron que durmiésemos allí.
A la mañana siguiente, nos levantamos muy temprano y tras lavarnos como los gatos nos pusieron el sello de entrada en los pasaportes y nos dejaron pasar.
Ahora me encuentro haciendo un alto en el camino en la misión católica de Ikotos. Hemos tardado dos horas en cubrir 30 kilómetros y aún nos quedan unos 200 y pico kilómetros hasta Juba.
Cuando llegue allí –ya ven que optimista que soy– les escribiré contándoles más. Tan contento de pisar tierra africana, después de un año de ausencia.