El director Mbithi Masya pone el acento en el alcohol, el suicidio o las heridas provocadas por la violencia poselectoral de 2007
Asumir que no tienes nada que hacer. Que estás tan desconcertado como un francotirador en un campanario en ruinas. Sin munición. Que solo se puede ir hacia delante. Pero hay un detalle: te acabas de despertar en medio de la sabana con un camisón celeste de hospital. Es media tarde. De tu cuello cuelga un búho y entre los kikuyu de Kenia se cree que estos animales son precursores de la muerte. Si uno lo ve o escucha su ulular, alguien va a morir. Mal presagio. Enfrente, un campamento improvisado con jóvenes que asisten a una obra de teatro.
– “¿Dónde estoy?”
– “Esto es Kati Kati. Y estás aquí porque estás muerta”
Y correr. Hacerlo en dirección contraria para huir de un presente incierto hasta que golpeas con un muro invisible. No hay escapatoria.
Estos son los cinco primeros minutos de Kati Kati, el primer largometraje del director keniano Mbithi Masya que, a pesar de ser estrenada en 2016, continúa girando por las salas de cines del continente africano. Hace unas semanas estuvo en Sudáfrica. Ese mismo año, el prestigioso Festival Internacional de Cine de Toronto (TIFF) y la Federación Internacional de la Prensa Cinematográfica (FIPRESCI) reconocieron el logro de Masya: “Con un tono generoso y poético, no sin cierto enojo por la injusticia personal y política, Kati Kati es una nueva y emocionante voz en el cine”. Es un trabajo que se atreve a fantasear sobre el purgatorio keniano, el espacio intermedio entre la vida y la muerte (en suajili kati kati significa en el medio). Y es sin duda un guiño a Wim Wenders, que hiciera lo propio con Las alas del deseo (1987) retratando a un par de ángeles que comentan su devenir en una Berlín gris pero rebosante de vida
¿Qué sucede cuando uno transita al más allá, a esa tierra mórbida de donde nadie regresa? Para responder a esta sempiterna pregunta, el realizador trabaja con el humor, la intriga y un toque lúdico aderezado por una banda sonora compuesta principalmente por la banda keniana Just A Band. Kati Kati, no es que explique la muerte de una forma contemporánea, que también, sino que juega a la sinceridad extrema. Y eso desgarra. Incluso a los muertos. Por eso Thoma (interpretado por Elsaphan Njora), el director de este limbo con piscina de agua templada y fiestas con barra libre, le espeta a Kaleche la protagonista (papel interpretado por Nyokabi Gethaiga):
– “Pensabas despertar en el paraíso y esto es lo que has obtenido”.
Poco a poco la destreza fotográfica de Andrew Mungai introducirá al espectador en los personajes que se encuadran en algunos de los desafíos sociales a los que se enfrenta este país que rompía aguas un diciembre de 1963 para aparecer ante el mundo como una nueva nación. Los aires nacionalistas del primer presidente, Jomo Kenyatta, intentaban hacer ver que en el territorio todas las pequeñas naciones como los kikuyus, masai, luos, akambas o pokots dejaban de serlo para sentirte simplemente kenianos. Qué osadía. Hoy día, el país, con unos 47 millones de personas (aproximadamente el 70% de la población vive en zonas rurales), tiene que solucionar muchos de los problemas provocados por el proceso de independencia que todavía continúan sin solucionarse.
Uno de estos desafíos es el que representa Mikey (Paul Ogola) que cuenta una historia de autolesiones que le condujeron a su muerte prematura en plena adolescencia antes de su graduación. Luce birrete y carga con la culpa de haber destrozado a su madre a la que tendrá que pedir perdón para poder continuar el viaje. Según los datos que aporta la Organización Mundial de la Salud (OMS), se registran hasta 7.000 suicidios en Kenia anualmente, y decenas de miles más intentan quitarse la vida en lo que a menudo se atribuye a la depresión. El personaje de Mikey murió en 1996 y lleva seis meses en este limbo. Lo que subraya que a este lugar situado en ninguna parte no llegas cuando mueres sino cuando llega tu turno. Un juicio final con lista de espera.
La entrada de Kaleche a la logia desencadena un cambio mental entre los residentes que comienzan a reflexionar sobre sus actos y fechorías en sus vidas anteriores como le sucederá al sacerdote King (Peter King). Se trata del relato más oscuro de la película. Una astilla llevada a la pantalla para sanar el brote de violencia poselectoral que sufrió Kenia entre diciembre de 2007 y febrero de 2008 donde al menos 1.200 personas perdieron la vida y unas 600.000 tuvieron que verse desplazadas. Durante el pasado mes de agosto, y en el marco de las elecciones presidenciales, los acontecimientos reavivaron estos fantasmas dejando a un centenar de muertos, según las cifras que manejaba la oposición. “Sin justicia no hay paz”, reflexiona el director de Kati Kati en palabras del párroco King, que morirá lentamente si no pide perdón a los feligreses que encerró en su parroquia para prenderles fuego.
El contrapunto llega cuando Kaleche se entera de una extraña condición que hace que los residentes en este campamento se vuelvan fríos, blancos y sin vida. La metáfora de volver al polvo y la nada si no sanas tus pecados. Es decir, el perdón como redención es la piedra angular de este trabajo que se suma a la lista de títulos exitosos de la productora One Fine Day Films como Soul Boy (2010), Nairobi Half Life (2012), Something Neccesary (2013) o VEVE (2014). Pero no será fácil llegar a él. Thoma tendrá su prueba más dura: sincerarse con él mismo y asumir su problema de alcoholismo. Según la campaña keniana contra el Abuso de Alcohol y Drogas (NACADA), más de 6.000 personas mueren anualmente por alcoholismo, mientras que 2,5 millones de personas requieren rehabilitación.
La trama explotará cuando se sepa quién fue el culpable de la muerte de Kaleche que perdió la vida en un accidente de tráfico. Un drama en Kenia. Las estadísticas oficiales publicadas hasta el 26 de diciembre muestran que, en 2017, fallecieron 1.045 peatones, 731 pasajeros y 308 conductores. Sin duda, la victoria de Kati Kati es poner a la industria cinematográfica del país en el foco internacional mostrando ese otro mundo, para protegernos o liberarnos.