El actual debate sobre el futuro de una efectiva convivencia entre inmigrantes africanos y autóctonos en los países de acogida invita a remitirnos a algunos conceptos teóricos para entender la compleja realidad de las relaciones humanas. Nos referimos a los conceptos de la tolerancia, de la solidaridad, de la interculturalidad, de la integración y de la separación entre el espacio privado y el espacio público.
En este contexto, nos apoyamos en las actitudes que defienden un modelo multicultural en el que los “derechos culturales” necesarios para la identidad personal deberían ser garantizados para todos los ciudadanos, de modo que la “coexistencia igualitaria” precisa la integración. El país de acogida se declara dispuesto a desempeñar todos los esfuerzos para facilitar la integración. Por su parte, el inmigrante se compromete a admitir este planteamiento.
De este modo, aceptamos la tesis según la cual el multiculturalismo atañe las culturas que conviven en el mismo país. Como los individuos no surgen de la nada, los inmigrantes han sido, antes de su llegada en el país de acogida, educados dentro de comunidades religiosas y étnicas que se diferencian del concepto que se hace de las asociaciones voluntarias en el sentido liberal. Su integración debe enmarcarse en un proceso democrático que favorecería el enriquecimiento de la vida social a través de la diversidad. De ahí, el compromiso de los autóctonos en contemplar al inmigrante africano (entendimos el magrebí y el subsahariano) como un ciudadano de pleno derecho, que forma parte de “Nosotros”, que no es un producto mercantil sino un elemento enriquecedor en el ámbito sociocultural y productor de riqueza en el ámbito laboral y económico.
En cambio, el inmigrante debe tomar consciencia de su condición de huésped, de que había cambiado de país y que sería lógico de adaptarse a su nueva situación de inmigrante. Está formalmente invitado a adquirir un medio de comunicación, incorporarse en el espacio público y esforzarse a asociarse al estilo de vida sin necesidad de negar sus señas de identidad. Las creencias personales (religión), cuando se consideran como un componente del ámbito privado, dejarían de ser un motivo de conflicto.
Para que la integración se establezca sin roces y tenga éxito, necesita un esfuerzo por parte de todos. Por un lado, los inmigrantes y sus familias manifestarán la voluntad de adaptarse a la cultura local para expresar una adhesión voluntaria al nuevo estilo de vida. Por otro lado, los autóctonos aceptarán la diferencia cultural (sin fijarse ni en el color de la piel del inmigrante ni el origen de su nacimiento) sin poner en duda que el bienestar de las sociedades occidentales haya sido construido gracias a la emigración de alrededor de 85 millones de europeos que se instalaron en los países colonizados entre 1800 y 1920. Al ser liberales y democráticas, las sociedades de acogida no tendrían ninguna dificultad de respetar el libre ejercicio de la religión como derecho individual. El multiculturalismo político, o la política de las identidades, es un principio fundamental que se basa en el incondicional respeto del “derecho a la diferencia” de las comunidades minoritarias.
Dado que es un concepto basado en el equilibrio entre los derechos y los deberes de los inmigrantes, admitimos que la integración es bi-direccional. Para resolver esta ecuación, la sociedad de acogida creara las condiciones oportunas que preservarían la cohesión social y favorecerían la participación efectiva de los inmigrantes en todos los campos de la vida activa. El aprendizaje del idioma, el respeto para todos de los derechos humanos y la toma de conciencia de la importancia de una educación multicultural (para todos) contribuirían a suavizar las asperidades en una sociedad de acogida.
Como escribía, en El País (12 de marzo de 2001), Sami Naïr, un sociólogo y especialista en movimientos migratorios, “el inmigrante siempre busca su integración en el proceso de movilidad social del país de acogida. Esto no significa que olvide su origen o su condición, sino que el hecho de emigrar sólo tiene sentido para él si le permite cambiar de posición social”.
En estas condiciones, el futuro del Estado de bienestar de las sociedades de acogida no peligra. La dificultad surge cuando faltará la voluntad para financiar programas sociales destinados a los inmigrantes.