3) Masacres y genocidio: abril-julio de 1994
La misma noche del 6 de abril comenzaron los disturbios y las venganzas. Los primeros días la violencia se circunscribió a la capital Kigali (asesinatos selectivos de personalidades tutsi y de la oposición, gente significada, por lo que puede suponerse que existían ya listas de “enemigos” que eliminar), pero pronto se fue extendiendo a todo el país y adquirieron un carácter indiscriminado. Se hicieron tristemente famosas las “barreras” en calles, carreteras y pistas, pensadas, en principio, para detectar a los “enemigos”. Se detenía y ejecutaba, casi siempre a golpes de maza o machete, a los sospechosos por su apariencia física o porque en su carné constaba su pertenencia étnica tutsi. Se organizaron comités de autodefensa y era obligatorio participar por turnos en las barreras. La situación de los matrimonios mixtos (hombre hutu, esposa tutsi) fue especialmente dramática. No puedo olvidar lo que Emmence, chófer ruandés con el que me movía en Goma visitando los campos de refugiados, me expresó en uno de esos momentos de confidencias, muy excepcionales entre ruandeses, tan contenidos en la expresión de sus sentimientos, con una cerveza Primus compartida. “Si estoy vivo, se lo debo a mi mujer; era tutsi; se había marchado con nuestros tres hijos a visitar a sus padres a Kibungo; vinieron varias veces vecinos del barrio a preguntarme que dónde escondía a mi mujer; si hubiera estado en casa, me habrían obligado a matarla; yo me habría negado y nos habrían matados a los dos”. Meses después Emmence se enteró que sólo había sobrevivido a las masacres su hija Emmerance.
He leído muchos testimonios e informes al respecto. Quiero recordar algunos que me los transmitieron personalmente. Constance era una exalumna nuestra con la que seguimos en estrecha relación. Era tutsi, de una familia más bien humilde. Se casó con Déo, un hutu que estudió en EEUU. Fuimos a su boda en 1972. Tuvieron 4 hijos. Ella era profesora en el Liceo de Kigali y él trabajaba en un organismo regional. Vivían en un barrio “bien” de Kigali. El 7 de abril, Constance con sus 4 hijos salió de su barrio para dirigirse a otro donde encontrar refugio. Déo se quedó para cerrar la casa y contratar a una persona para que cuidara de la casa y de su suegra. Al día siguiente, arreglados estos asuntos, se encaminó hacia el barrio donde Constance e hijos iban a refugiarse. En el camino se encontró con un montón de cadáveres; entre ellos el de su mujer e hijos. Observó que una hija, Diane, estaba herida y vivía. Déo pudo salvar a Diane. Yo les encontré en el campo de Mugunga (Goma) en febrero de 1995. Hablé en la sede de Caritas con un mecánico que era de la misma parroquia de origen que Déo; conocía el asunto y me comunicó que Déo y su hija estaban en Mugunga, campo que yo visitaba todos los lunes. Nos reencontramos el lunes siguiente. Las miradas de Déo y Diane expresaban desamparo y tristeza. Tomamos unas cervezas. Déo me contó lo sucedido. Conocía quiénes asesinaron a su familia: elementos de la guardia presidencial. Mi encuentro aclaró algunas dudas que yo tenía. Déo y su hija eran víctimas y sin embargo habían optado por huir de los nuevos amos, el FPR, junto a miles de hutu acusados de ser los verdugos de Constance e hijos. Aunque víctimas del genocidio, no quisieron quedarse en Ruanda, cuando los en principio libertadores alcanzaron el poder. Nada tenían que temer, antes al contrario podrían exigir trato especialmente favorable. Optaron por huir de los “salvadores” y “acompañar” a los genocidas en el exilio. La opinión extendida de que los refugiados eran rehenes del gobierno derrotado, que les habría obligado a huir, y que, en consecuencia, constituían una especie de escudo humano protector para los genocidas, se desvaneció de mi mente. A ello ayudó también el que mi amiga Mª Pilar Díez Espelosín, que desde la Crête Congo-Nile narró todas las mañana para la COPE y la SER las agresiones y muertes alentadas y promovidas por las autoridades locales contra el personal tutsi del hospital-maternidad que regentaba, testigo directo por lo tanto de las atrocidades cometidas contra los tutsi, sin embargo, decidió ir a trabajar al campo de INERA, cercano a Bukavu, y a ayudar a los miles de hutu que encontraron refugio en Zaire. Entendió que su compromiso en defensa de los perseguidos nada tenía que ver con la pertenencia étnica.
Para terminar esta referencia a mis amigos, os diré que Diane, aunque hutu, ya que su padre lo era y en Ruanda la pertenencia étnica viene fijada por el padre, era una adolescente más bien menuda y de aspecto tutsi. Un día, su padre me comunicó que la chica empezaba a tener problemas y que de vez en cuando compañeros de su edad incluso afirmaban en voz alta que “no hemos eliminado a todos” refiriéndose a ella. Le propuse un apoyo económico para conseguir sacarla de los campos. Así fue como pudo marcharse a Nairobi y posteriormente a Bélgica. Hoy Diane posee la nacionalidad belga, trabaja como psicóloga, se ha casado y tiene un precioso chaval.
– Ruanda abandonada a su suerte: La MINUAR (misión de la ONU) se marcha.
En abril de 1995, había en Ruanda 2.500 militares de la MINUAR para velar por el buen desarrollo de una transición democrática acordada en Arusha, si bien no tenía un mandato para realizar intervenciones militares. El 7 de abril fueron asesinados por elementos de la guardia presidencial 10 militares belgas, que custodiaban el domicilio de la Primera Ministra, asesinada también, pertenecientes a la MINUAR. Bélgica retiró todo su contingente. El FPR, por su parte, reactivó todas sus capacidades militares y desplegó sus tropas inmediatamente; decidió que la resolución del conflicto era un asunto interno exclusivo suyo; “esto lo arreglo yo”. Así pues, el genocidio coincidió con un relanzamiento de la guerra. El FPR no estuvo interesado en una intervención de la comunidad internacional. El hecho es que ésta contempló, sin intervenir, cómo el caos, la crueldad, las mayores atrocidades y el genocidio invadían Ruanda. Tardó en calificar de genocidio cuanto sucedía en Ruanda; si lo hubiera hecho inmediatamente ante la evidencia, se habría visto obligada a intervenir militarmente. Tengo para mí que apostaba por un triunfo rápido del FPR y por su acceso consiguiente al poder, cuando parecía evidente que perseguir una victoria militar definitiva no era el mejor medio para salvar la vida de los tutsi amenazados de exterminio. No se modificó el mandato de la MINUAR, aunque el tema se planteó en el Consejo de seguridad. Se opuso el FPR, que temía que una MINUAR II podría entorpecer su objetivo de una victoria militar sobre las FAR; temía también que Francia pudiera aprovechar la coyuntura para reforzar las capacidades militares del gobierno. El 30 de abril, Gerard Gahima, de la ejecutiva del FPR, que más tarde sería fiscal general tras la toma del poder por Kagame, declaró en Nueva York: “Es demasiado tarde para una intervención de las Naciones unidas. El genocidio está casi acabado (…) Por ello el FPR se declara categóricamente opuesto a la intervención planteada en las Naciones Unidas y no colaborará en modo alguno en su organización y puesta en práctica (…( Hace un llamamiento al Consejo de Seguridad para que no autorice el despliegue de la fuerza planteada, ya que no puede ser de utilidad alguna para parar las masacres”. Por eso, me resulta espacialmente paradójico y cínico que el poder actual reproche permanentemente a la comunidad internacional su pasividad y silencio; era algo, la no intervención, que el FPR exigió. Trata, además, de sacar provecho del sentimiento de culpa que se ha apoderado de muchos países occidentales. Este sentimiento de culpa por no haber reaccionado ante la catástrofe es el que puede explicar la tolerancia y el silencio con que muchos países aceptan sin rechistar los desmanes pasados y actuales del FPR. Argumenta el régimen actual de Kigali que quienes nada hicieron por evitar el genocidio contra los tutsi no tienen autoridad moral alguna para criticarle; ha sacado buen provecho de una especie de “convenio del silencio” existente y ha gozado de cierto “privilegio de impunidad”.
La casi totalidad de los europeos, incluidos misioneros, religiosos, cooperantes, abandonaron Ruanda, siguiendo las órdenes o sugerencias de las embajadas. Esta ausencia de testigos occidentales, posibles informadores del desarrollo del genocidio, fue uno de los factores que explican una información con frecuencia parcial y/o sesgada de cuanto sucedía. El FPR siempre ha prestado gran atención al control de la información. La desaparición de testigos que podrían poner en cuestión la legitimidad de sus actuaciones ha sido una tarea permanente. Esta tarea empezó ya el 26 de abril. Joaquín Valmajo, un misionero Padre Blanco, fue de los que no quisieron ser evacuados y permaneció en el país. Trabajaba pastoralmente en la zona de Byumba, prefectura a partir de la cual el FPR comenzó su avance y ocupación del territorio. Fue testigo del ametrallamiento y eliminación de gran número de hutus, agrupados por parte del ejército del FPR en el estadio de fútbol de Byumba (“las malas lenguas” afirman que el propio Paul Kagame descargó su metralleta sobre la masa de congregados). Valmajo “desapareció”, ante el temor de que informara de lo sucedido. La eliminación de testigos está, sin duda alguna, en el origen de los asesinatos del P. Pierre Pinard (canadiense), de los 3 miembros de Médicos del Mundo, del sacerdote guipuzcoano Isidro Uzcudun y de 4 Maristas españoles (éstos, en el Congo).
– El gobierno provisional y sus responsabilidades; las milicias “interahamwe”; los poderes locales
Dicho lo anterior, y más allá de las discrepancias con relación al número de víctimas del calificado genocidio contra los tutsi, es evidente que los actores directos de tantos asesinatos fueron muy numerosos y que el reparto de responsabilidades es un ejercicio muy complejo. Están entre los responsables directos el campesino obligado por las autoridades locales a “cumplir órdenes”; el que aprovechando la confusión y el caos liquida al vecino y a su familia para apoderarse de sus bienes; el que se venga de afrentas o disputas pasadas; el que cree a pie juntillas lo que la Radio Mil Colinas predica: “si no los matas, ellos te matarán, o ellos o tú y los tuyos”; el que interpreta las “sugerencias” del poder como obligaciones; el que no es capaz de resistir la presión de las milicias que se despliegan por las colinas a la búsqueda y desenmascaramiento de tutsis escondidos y señala personas, casas, escondites y participa activamente en su eliminación, etc. Un modus operandi en el exterminio de los tutsi fue atacar e incendiar las iglesias o recintos religiosos en los que miles de tutsi creyeron encontrar refugio seguro.
Las zonas más castigadas fueron aquellas en las que el porcentaje de población tutsi era relativamente elevado. Visité en 2003 la parroquia de Nyamata, convertida en un memorial especialmente simbólico, ya que fueron miles los tutsi que creyeron que los matones no se atreverían a asaltar la iglesia. Algunas imágenes que habéis visto de cráneos y huesos almacenados en estantes podrían ser de la parroquias de Nyamata (bien es verdad que, como os diré luego, el párroco con el que hablé me informó que le constaba que muchos de esos restos pertenecían no a tutsi si no a hutu que fueron masacrados posteriormente cuando el FPR conquistó el territorio; lo cual no quiere minimizar el hecho de que miles de tutsis, según me expresó el P. Lévy, Padre Blanco, coadjutor de la parroquia en el momento de la tragedia, fueron atrozmente liquidados por la horda de extremistas hutus)
En la movilización social para masacrar, sobre todo en el ámbito rural, jugaron un papel determinante en muchos casos las autoridades locales (alcaldes, concejales). Un ejemplo de lo contrario y a la vez demostración de la función ejercida por estas autoridades cercanas a la gente, fue el municipio de Giti, donde no hubo ninguna represalia y masacre de tutsi, gracias a la labor del alcalde Edouard Sebushumba y a otras autoridades que le precedieron en la gestión del municipio y que a lo largo de los años lograron generar un espacio de reconciliación y convivencia entre hutu y tutsi. Giti podría haber sido un símbolo de reconciliación; sin embargo, cuando los soldados del FPR ocuparon el territorio Giti, muchos civiles hutu fueron salvajemente masacrados. Esta fue la respuesta del FPR a la armonía lograda en Giti. Otro caso que podría citarse sobre la importancia de las autoridades provinciales y locales a la hora de frenar o, al contrario, promover las matanzas, es el de la prefectura de Butare. Apenas se produjeron episodios violentos hasta el 19 de abril, fecha en que el prefecto/gobernador fue destituido, lo mismo que algunos alcaldes de la zona, por el Gobierno. Ese día el Jefe de Estado T. Sindikubwabo instó a los ruandeses a “seguir trabajando” contra el enemigo. El prefecto de Butare y otras autoridades provinciales no “trabajaban” adecuadamente. A partir del 19, la prefectura de Butare conoció la misma oleada de asesinatos que el resto del país.
En el reparto de responsabilidades directas hay que destacar al gobierno que se formó el 9 de abril, bajo la presidencia de T. Sindikubwabo, con Jean Kambanda, del MDR, como Primer ministro, a elementos de la guardia presidencial, cuerpo militar especialmente ligado a Habyarimana, a los sectores “duros” de las FAR (Fuerzas armadas ruandesas) y del partido MRND y a las milicias “interahamwe”. Con relación a los interahamwe cabe señalar que en principio se formaron como juventudes del MRND, encargadas de movilizar a la sociedad en favor del partido de Habyarimana, organizar y animar con canciones y desfiles los mítines y reuniones, garantizar la seguridad de los líderes. Cada partido tenía sus juventudes. No eran infrecuentes los enfrentamientos entre jóvenes de distintos partidos, sobre todo entre los adscritos al MRND y al MDR (ambos esencialmente formados por hutu). Interahamwe significa “los que se reúnen, los que se agrupan para trabajar juntos”. Este término ha sido traducido erróneamente por los medios occidentales por “los que matan juntos” (lamento haber leido de nuevo esta traducción en un libro de Vicente Romero, periodista al que admiro). Efectivamente, tuvieron un protagonismo especialmente funesto en la persecución y aniquilamiento de los tutsi; se convirtieron (los convirtieron) en auténticas milicias paramilitares armadas y en “defensores de las esencias” hutu, con un poder real de presión sobre “los políticos”, que con frecuencia se veían obligados ceder ante la radicalidad de los jóvenes, por el riesgo que suponía ser tildados de débiles, blandos o moderados ante el enemigo tutsi.
En mi opinión la acusación global a las Fuerzas Armadas como ejecutoras del genocidio es excesiva e injusta. En primer lugar porque su labor se tuvo que centrar no tanto en la eliminación del supuesto enemigo interior sino en la lucha militar contra el ejército del FPR que se había reactivado y avanzaba en la ocupación del país a partir de Noreste. La cúpula militar se opuso a la decisión, adoptada por el gobierno formado precipitadamente, de armar a las milicias interahamwe y de organizar comités de autodefensa; organizaciones militarizadas que en la dinámica caótica en la que entró Ruanda fueron imposibles de controlar. Por otra parte, hay que señalar que las FAR propusieron en dos ocasiones, el 12 y el 18 de abril, al FPR el cese de los combates para permitir el diálogo. Estos ofrecimientos fueron rechazados por el FPR, que, consciente de su superioridad militar estaba convencido de que conquistaría con cierta rapidez y sin grandes pérdidas todo el territorio. Es evidente que su error de cálculo no hizo sino agrandar la tragedia y el número de víctimas tutsi a las que pretendía salvar.
– Ocupación progresiva del territorio por parte del FPR; masacres.
Según lo acordado en Arusha, unos 600 militares del FPR estaban acantonados en Kigali mientras el grueso de sus fuerzas permanecía en el norte en Mulindi. Hay más que sospechas de que desde agosto de 1993 (firma del acuerdo) a abril de 1994, en los viajes que se realizaban de Mulindi a Kigali, el FPR fue trasvasando y acumulando material militar y soldados a la capital. El hecho es que tras el atentado contra Habyarimana, inmediatamente, el FPR movilizó sus tropas e inició en Kigali diversos asesinatos selectivos. Debo citar el de mi exalumna Hélène Bugenimana, oficial (“major”) de la gendarmería, y de tres de sus hijos y el de un antiguo coronel, Pontien Hakizimana, en cuya casa estaba albergada Hélène; varios exministros, personalidades y sus familias fueron masacrados, a pesar de que algunos habían acogido en sus domicilios a amigos tutsis (estos fueron conminados a separarse de sus protectores); entre otros el antiguo prefecto de Ruhengeri, Sylvestre Bariyanga; otros “desaparecieron” como el antiguo prefecto de Kigali Claudien Habarushaka (cuya esposa Venantiya, exiliada en Lovaina, se hizo cargo en 1997 de nuestra “ahijada” Diane, de la que ya he hablado) y otros personajes (el doctor. Prudence) protegidos por la MINUAR en el estadio Amahoro. Este tipo de acciones fueron cometidas los inmediatos días posteriores al 6 de abril.
Pero el ejército del FPR se puso en marcha e inició la conquista de todo el territorio. El avance se produjo desde el noreste al suroeste y terminó a mediados de julio con la huida de millones de hutu y la instalación en Kigali del nuevo poder (Kigali cayó en manos del FPR el 4 de julio y el 14 todo el territorio, salvo la zona Turquoise). Terminaban también tres meses de horror y espanto televisados y comenzaba una época no menos cruel y muy silenciada. En el territorio controlado por el gobierno, se cometía un genocidio contra los tutsi y una masacre de hutus de la oposición democrática. Mientras que miles de tutsi eran a veces cortados en trocitos, en la zona controlada por el FPR, las tropas de Paul Kagame se desplegaban siguiendo un plan establecido, quirúrgico e impresionante por su eficacia. El método de destrucción de la comunidad hutu practicada por el FPR consistía en convocar a reuniones/trampa de sensibilización. Los campesinos acudían confiados a estas reuniones y una vez agrupados en un estadio o en un valle, los militares del FPR, que ocupaban de antemano posiciones en el lugar, disparaban al montón. Los cuerpos de las víctimas desaparecían, quemados o en fosas comunes. La expresión “kwitaba inama” (ir a una reunión) se convirtió en sinónimo de “kwitaba Imana” (ir hacia Dios). No hubo cámaras que recogieran estas imágenes, ya que el FPR se esmeró en evitar el acceso de los medios de comunicación a los lugares “liberados de genocidas” según la calificación oficial y controló eficazmente la información. Los testimonios al respecto son apabullantes e incontrovertibles: se produjo una auténtica limpieza étnica centrada sobre todo en la población masculina hutu. Sin embargo, la imagen que más nos ha llegado ha sido la trasmitida al final de la película “Hotel Ruanda”: los soldados del FPR aparecen como libertadores de las cientos de personas encerradas y salvadas gracias al coraje y determinación del gerente del hotel, el hutu Paul Rusesabagina; el FPR es aclamado y aplaudido como liberador y liquidador del genocidio.
No es cuestión de entrar en un estéril debate sobre el número de víctimas producidas por unos para compararlas con las cifras de las víctimas adjudicables a los otros, ni de penetrar en el peligroso terreno del “tú más”. Quienes sostenemos que hubo en Ruanda un doble genocidio solemos ser acusados de revisionistas/negacionistas del genocidio contra los tutsi (acusación muy grave, ya que se nos equipara a los nazis que siguen negando la shoah o apocalipsis); cito la afirmación de Dominque Sopo, de SOS Racismo Francia para quien “evocar la sangre de los hutu es ensuciar la sangre de los tutsi”, o bien la de Bernard Kouchner, “hablar de genocidio cometido contra los hutu por parte del FPR es una forma de revisionismo intolerable”; afirmación que he oído también de labios de Ramón Lobo, al que, por otra parte admiro profundamente. Pues bien, negacionistas son, en mi opinión, quienes han cerrado los ojos al hecho de que el FPR, antes, durante y después del genocidio contra los tutsi, lanzó operaciones sistemáticas contra la población civil hutu; operaciones que deben ser calificadas de genocidio; este genocidio no solo ha quedado impune, sino que la impunidad conseguida ha sido utilizada por el régimen de Kigali como un permiso otorgado por la comunidad internacional para cometer similares crímenes en el Congo. Para colmo, las autoridades actuales de Ruanda, han sido calificadas con frecuencia como un modelo a seguir en la gestión de los asuntos públicos. El innegable genocidio contra los tutsi, en nombre de cuya etnia el FPR luchó, ha proporcionado al régimen actual la legitimación para negar, ocultar y minimizar las masacres perpetradas indiscriminadamente contra la población civil hutu.
Ramón Arozarena
[Fundación Sur]
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