Hay ciudades de países en crisis donde es fácil saber cuáles son los barrios marcados como “zona roja”: aquellos a los que un taxista se niega a llevarte aunque le ofrezcas el doble o incluso el triple del precio habitual. En Bangui, la zona alrededor de la “Rotonda de las Serpientes” goza del dudoso privilegio de no haber visto un taxi durante los últimos cuatro años. Allí me dirigí el sábado pasado. A pie, que le vamos a hacer.
El taxista, muy matinal, me recogió poco después de las cinco y media de la mañana, cuando Bangui comienza a despertarse. Me dejo en un cruce a un par de kilómetros de la famosa rotonda y me deseo buena suerte. El tramo de la Avenida Kuduku hasta mi destino lo recorrí andando, en ropa de deporte, con mi rastrillo en la mano, pasando por filas de casas destruidas. Algunos jóvenes me miraban entre divertidos e incrédulos, como si acabara de salir de un psiquiátrico, y me gritaban: “A dónde vas, blanco?”. Les respondí en Sango: “buenos días, voy a limpiar las calles. Queréis venir conmigo?”
Durante mis últimos cuatro años en Naciones Unidas he hecho de todo, desde escribir informes de análisis político para la sede en Nueva York hasta organizar partidos de futbol, pero quizás lo que menos me imaginaba es que de vez en cuando iba a hacer de barrendero. Por qué no si eso significa apoyar actividades en favor de la paz. Los barrios alrededor de la Rotonda de las Serpientes –frontera entre los distritos tercero y quinto de Bangui- han sido durante anos los lugares conflictivos donde milicias rivales han tenido sus bases y cada vez que ha habido problemas de seguridad serios en la capital centroafricana, es allí donde han empezado los incidentes de violencia: milicias musulmanas del Kilometro Cinco que han lanzado ataques contra barrios de mayoría cristiana, como Bazanga o Senegalais, como testimonia la parroquia de Saint Michel, quemada por los extremistas el ano pasado, y milicias rivales anti-balaka que han realizado una verdadera caza al musulmán y han intentado destruir todo lo que han podido en el Kilómetro Cinco. El panorama hoy es desolador: miles de casas destruidas, cuyas ruinas están cada vez más invadidas por la hierba, y dos Avenidas, la de Kuduku, y la de Francia, donde no circula un coche y son pocos los viandantes que se atreven a pasar por allí.
Pero durante las últimas semanas, con la relativa calma que se vive en la ciudad, algunos desplazados intentan volver a sus casas, hacen ladrillos, limpian las callejuelas de arbustos, y se van reinstalando poco a poco. Uno de los líderes religiosos más respetados en este país, el pastor Nicolas Guerekoyame, cuya casa fue parcialmente destruida, decidió la semana pasada volver a instalarse allí y reabrir su iglesia al culto. En la oficina de Naciones Unidas hemos acordado ayudar a rehabilitar la biblioteca del complejo de su iglesia, para que estudiantes cristianos y musulmanes puedan utilizarla como lugar de estudio y también de reuniones y debates.
Además, el parlamentario de la zona tuvo una brillante idea y convoco a todos los vecinos el sábado pasado para que limpiaran la zona de hierbajos a partir de las seis de la mañana. Allí me dirigía yo cuando el taxista me dejo a una distancia más que prudencial. Llegue y me encontré con unas 200 personas que se empleaban a fondo con azadas, rastrillos, escobones y palas. Me integre en uno de los grupitos, y a los pocos minutos vi a varios musulmanes que llegaban del Kilometro Cinco, armados… de más azadas y rastrillos. Entre los que participaban en esta limpieza comunitaria había antiguos milicianos que seguramente hace varios meses se enfrentaron a tiros y que hoy aceptaban trabajar juntos. Me impresiono, como siempre, ver a un nutrido grupo de la Asociación de Mujeres Musulmanas, que se mezclaron con las mujeres cristianas para dejar las calles con un aspecto mas limpio. Allí estuvimos cuatro horas, y aquello más que un trabajo duro parecía una fiesta. Al final, los vecinos de unos barrios y otros se abrazaron, se desearon un buen día, y quedaron en continuar con el trabajo el sábado de la semana siguiente.
Yo volví por otra Avenida, la de Francia, también desierta de coches y flanqueada de casas destruidas a ambos lados. En varios sitios salude a grupitos de personas que se afanaban, también ellos, por limpiar los alrededores de sus viviendas, levantar paredes y arreglar tejados. Pequeños mercadillos comienzan a instalarse en algunos cruces, dando un aspecto de algo de normalidad a estas barriadas que hasta hace poco han sido verdaderos campos de batalla. Camine dos kilómetros más hasta llegar a otro barrio, cuya circulación fluida daba la señal de ser un lugar más seguro. Nunca pensé que barrer las calles podía ser una manera de trabajar por la paz.
Original en : En Clave de África