Una odisea telefónica, por María Rodríguez

1/09/2016 | Bitácora africana

Le vamos a llamar Sam. Por eso de que es un Samsung Galaxy S3. Con orígenes en la República Democrática del Congo, donde se obtuvieron algunos de sus materiales como el coltán, Sam nació en algún lugar de China o Taiwan. Estaría segura de ello si no hubiera perdido su partida de nacimiento. Su primer idioma fue el ruso. Así me dio la bienvenida cuando lo encendí por primera vez y como seguirá haciéndolo cada vez que lo reseté. Fue comprado en Ouagadougou, la capital de Burkina Faso en el año 2014, pocos días después de que otro Samsung bastante cutrecito y de segunda mano me fuera robado, sustraído del bolso, en el cementerio donde se estaba enterrando y hacía honor a los fallecidos en las manifestaciones en Burkina Faso que, finalmente, hicieron caer al presidente, Blaise Compaoré, en el poder desde hacía 27 años.

samsung_galaxi.jpg

Sam viajó a Ghana, donde descubrió apagones de luz de hasta 24 horas, descargándose hasta el cansancio en un país costero del África occidental que no le emocionó demasiado. Allí visitó un gran cementerio tecnológico donde millones como él habían sido descuartizados, y lo siguen siendo, para extraer de ellos aquello que aún pueda ser útil = vendible. Volvió a Burkina Faso y luego viajó a Níger. Allí conoció a un sacerdote majísimo que bromeaba cuando el teléfono se apagaba y encendía a placer y loco de remate. “¡Qué esperas de un teléfono ruso a 50 grados a la sombra!”, bromeaba.

De Níger volvió a Burkina Faso, pasó una temporada en España y volvió a Senegal con varios kilos de más (una batería doble para que dure más tiempo y acepte decenas de notificaciones al día antes de dar su último suspiro de la jornada –hay veces que incluso trabaja por la noche-). De Senegal viajó por carretera a Bamako (Malí) y de allí bajó hasta Abidjan, la capital económica de Costa de Marfil. Lo que Sam no se esperaba es que justo al bajar del autobús, esperando la llamada de la persona que vendría a recogernos, un muchacho no muy alto y negro, lo cogería de mi mano con una ligereza brutal.

Me pareció una broma, como cuando un amig@ te quita algo de las manos. Una pesadilla, pues la sensación me era muy familiar, ¿Ya me había pasado antes? No. Y, sin embargo, juraría que ya conocía esa sensación de vértigo. Ese pánico que siento a que lo que tengo en las manos se resbale sin más. Y así sucedió. Bajé del bus, crucé, me senté al borde de la autovía o autopista donde había más gente sentada. Todo el mundo me miraba y me sentía muy incómoda. La persona que me tenía que recoger no aparecía y quería guardar el teléfono ‘por si las moscas’ pero al mismo tiempo me preocupaba que la persona me llamara para saber dónde estaba y no oírlo. Dilemón.

Cuando el chico me quitó el móvil le susurré la palabra ‘No’ mil veces. Algo que hago tanto en voz alta como mentalmente cuando me ocurre algo que no quiero aceptar. Fue una súplica que no aceptó así que, seguidamente, empecé a gritar como una condenada. Fue muy frustrante, pero más tarde pensé que me había venido bien gritar tanto porque estos últimos dos meses si algo había necesitado era eso. Gritar. Una chica que se dio cuenta del percal en el que me encontraba gritó segundos después “¡al ladrón!” en francés y tres o cuatros muchachos salieron detrás de él. Yo llevaba una mochila a la espalda y otra (con ordenador, cámara y demás) en el pecho. Tirarlas al suelo para salir tras él me pareció una mala idea pues me arriesgaba a que me robaran el ordenador. Pero el móvil… no, por favor…

Unas cuantas personas se me acercaron, me dijeron que todo iría bien, que iban a pillar al ladrón, que la gente en el barrio se conocía. No sé si pasaron 45 minutos o una hora, más, o menos. Sólo sé que me encontré recién llegada, tras 25 horas de autobús, en un país que no conocía, sin poder contactar con la persona que me recibía, con parte de mi trabajo dentro del móvil y sin la facilidad económica de poder comprar otro. A medida que pasaba el tiempo se iba e incorporaba gente al grupo que auxiliaba a la blanca. La blanca se desahogó muchísimo aquella noche, por cierto. Y la gente fue amabilísima y comprensiva. Unos reían, otros buscaban soluciones. Yo observaba qué estaba pasando, de quién fiarme, de quién no. Me recomendaron ir a la policía varias veces, pero me negué. Primero, porque aquí la policía sólo te hace perder el tiempo si no te roba también (o te liga)… Segundo, porque no quería alejarme del lugar para que la chica que venía a buscarme tuviera más probabilidad de hacerlo.

Y así, entre tanto bullicio, la chica que me venía a recoger me encontró. La abracé como si la conociera de toda la vida, y eso que nunca antes nos habíamos visto (amiga de una amiga). Guardó el número de teléfono de un chico que le dijo que le llamáramos al día siguiente para ver si podíamos recuperar el móvil y nos fuimos a casa.

Cené poco y me dormí. Soñé cosas bonitas que no recuerdo. Pero cuando dieron las 6:30 de la mañana me levanté y rápidamente me acordé de que había perdido el teléfono el día anterior, que estaba en una casa desconocida y en un país nuevo. Avisé a la chica que me acoge, que dormía a mi lado, y le dije que si podía llamar al chico. Pero toda la mañana su número estuvo apagado. Bromeamos mientras nos vestíamos. “El ladrón le ha robado a él también el teléfono…”, “A ver si ahora este chico era el hermano del ladrón y nos ha engañado…”.

En ese momento ya lo tenía todo claro: volveríamos al lugar de los hechos, preguntaríamos por el jefe del barrio del que habían dicho un par de veces el nombre entre el bullicio de la noche y del cual, a pesar de mi shock, me acordaba porque era el mismo apellido que el del Presidente de la Transición de Burkina Faso. Le preguntaríamos si podía ayudarnos. Si hacía falta hasta le pagaba por venir a buscarlo conmigo allá donde se encontrara el teléfono. Si haciendo esto no lo recuperaba entones iríamos a comprar un teléfono nuevo y una nueva SIM para ponerme a trabajar en seguida. Ya vería de dónde sacar el dinero para este mes después.

Así, volvimos al barrio, preguntamos por él, lo encontramos y nos preguntó: “¿Es un Samsung?”. “Sí”. Nombró al chico que nos había dado el número que estuvo apagado toda la mañana y nos narró que él le había contado lo que había ocurrido, que el ladrón había ido al barrio de al lado a venderlo y que el hombre a quien le habían vendido el teléfono le había llamado diciéndole que un chico de su barrio le había vendido un móvil robado. El chaval había vendido el teléfono por 6.000 CFA (9,13€), se ve que para comprar droga. De hecho no llegué a entender si lo cambió por 6.000 CFA en efectivo o en droga.

El jefe del barrio llamó al señor que tenía el teléfono, le dijo que la propietaria había venido a buscarlo. Mi compañera y yo nos sentamos a esperar. Mientras tanto, un chico le pidió a ella su número para luego ponerse en contacto conmigo. Sí, en lugar de preguntarme directamente a mí. Le respondí que no estaba interesada, que en aquel barrio ya me habían robado el móvil y que no quería que ahora me robaran también el corazón. Más tarde o antes –ya no lo recuerdo- un chico de mirada muy extraña se puso delante de nosotras y me saludó. Yo me quedé mirándole con mucho odio y ni le respondí. En aquel barrio para mí todos ya eran ladrones. La gente que estaba sentada detrás de nosotras lo llamó. Le hicieron ponerse de cuclillas, pusieron una pala en vertical y le hicieron hacer flexiones con la pala debajo. Primero en el pecho, le hacían bajar mucho, para hacerle daño con el filo de la pala. Después en el estómago. Y finalmente en sus partes. Como el chico no bajaba para no herirse, uno le empujó hacia abajo. Se quejó. Luego hicieron parecido con un madero con clavos pero entonces más bien bromearon y se rieron un poco. Yo contemplaba la escena sin saber qué narices pasaba. Le pregunté a mi compañera y me dijo: “Es del grupo de los ladrones. Se acercan, saludan y aprovechan para robar. Lo están castigando por haberte saludado”. Ains, si lo llevo a saber cojo la pala y se la estampo yo misma en la cara…

Tras otro tiempo indefinido, porque no tenía reloj, esperamos a que trajeran mi móvil. Mi compañera estaba más emocionada que yo, yo no me lo creía en absoluto. Nos sentamos al lado de otro muchacho que era cercano al jefe y le preguntamos por qué tardaban tanto. Primero nos dijeron que estaban lejos, más tarde que un grupo de los del otro barrio se habían negado a devolver el móvil y había habido pelea entre un enviado (o enviados) allá y éstos. También parece ser que querían que se pagara por adelantado antes de devolverlo, propuesta a la que se negaron los del barrio del ladrón. Finalmente, el jefe vino con el móvil, me preguntó si era el mío y le dije que sí.

Un chico con dos guardaespaldas se acercó, me saludó muy amablemente, le di los 6.000 CFA y las gracias. Luego mi compañera y yo apartamos al jefe para hablar y quise darle también algo de dinero como agradecimiento. No mucho, pero al menos pagar toda la logística y llamadas. El hombre, que tendrá en torno a los 40 años, sonrió y negó con la cabeza. Insistí. Me dijo otra vez que no. En sus ojos pude ver que decía la verdad, que por mucho que insistiera no cogería el dinero. Y no lo hizo.

Por su parte, Sam pasó una larga noche de fiesta, mujeres, drogas y alcohol que espero que le haya servido para desconectar un poco y descansar. Como dije en Facebook, imagino que estaba cansado de todo lo que le hago trabajar y, por una vez, se dejó llevar…

original en : Cuentos para Julia

Autor

Más artículos de Administrador-Webmaster