Mientras estudiaba con unas amigas la selectividad, me contaron que habían sido violadas por hombres de su círculo más cercano (y no en un callejón oscuro a altas horas de la madrugada como estamos acostumbrados a ver en las películas). Hombres de su confianza, amigos o familiares, las habían forzado para mantener relaciones sexuales con ellos. De la misma manera, me enteré que una chica de mi clase en el curso 11 había sido violada por un grupo de estudiantes de la Rhodes University durante las jornadas deportivas que celebra la universidad. En 2006 seguí el caso de Jacob Zuma que fue llevado ante los tribunales acusado de violación, aunque finalmente fuera absuelto. Pero, por extraño que parezca, hasta entonces nunca había pensado que la violación fuera algo extendido y endémico en mi país.
Además de confesarme la violación, mis amigas también me contaron que jamás habían pensado en denunciarlo. Al principio, me quedé asombrada y no entendí sus motivos pero con el tiempo he entendido la razón, y es que no vale la pena. El problema es que hay un segundo trauma después de ser violada: demostrar el delito con tu cuerpo. El cuerpo de la mujer es el escenario del crimen, de manera que tienes que ponerlo en manos de la justicia para que verifiquen que la agresión ha sido cometida. Una justicia formada por jueces, policías y forenses hombres.
En la universidad, me hice amiga de un chico que al poco fue expulsado del centro. Los rumores (o verdades) dicen que porque le propinó una fuerte paliza a su novia en la misma universidad. Al principio nadie daba crédito puesto que teóricamente en un campus pequeño la seguridad es mayor porque nos conocemos entre todos. Además, el chico era aparentemente reservado, tímido y religioso y jamás pude leer la violencia en su rostro.
También fue en la universidad cuando entré a formar parte de la One in Nine Campaign y participamos en la Silent Protest. Ese día, todas vestimos una camiseta morada y nos tapamos la boca con tal de no hablar en todo el día. Al mediodía fuimos todas a la biblioteca y nos tumbamos allí simbolizando el silencio que existe en torno a los casos de violación y la violencia machista en general. Decidí participar de esta manera porque conozco a demasiadas mujeres que han sido violadas por hombres cercanos a ellas y han decidido callar o bien porque les quieren o bien porque no quieren verse señaladas por la sociedad. Me resultan graciosos los comentarios de algunos hombres respecto a estas protestas, “Entonces, si te violo hoy no puedes chillar porque tienes la boca tapada todo el día, ¿no?” Como si la violación fuera un chiste.
Cuando me mudé a Cape Town en 2012 una estudiante de la Cape Town University fue violada cerca de la Rondebosch Main Road. Unos meses después de este incidente, me mudé a Rosebank y usé la Rondebosch Main Road cada día y cada noche. Al principio, no le di mucha importancia al incidente y hacía mi camino diario sin darle más importancia porque soy consciente que cualquier calle de Suráfrica es igual de insegura para cualquier mujer.
Pero sin querer, empecé a sentirme afortunada cada vez que llegaba a casa sana y salva. Cuando bajaba del tren, en la estación de Rosebank, siempre esperaba que no hubiera nadie en la calle para no preocuparme de por dónde ir, dónde meterme si me siguen, a quién no mirar a los ojos, etc. En una sociedad normal, no tendría miedo de caminar sola por calles desérticas rodeada de hombres. Pero Suráfrica no es una sociedad normal y debo andarme con mucho cuidado cuando voy por la calle.
Esto último me vino a la mente hace un mes cuando acudí a la publicación del nuevo libro de Pumla Ggola, La violación: auténtica pesadilla en Suráfrica. El libro se centra en la violación como continuidad de la esclavitud femenina y explica lo que significa para la sociedad surafricana. Continuamente vemos casos archivados de violaciones y asesinatos de mujeres por la televisión o los periódicos. He tardado mucho en escribir este artículo porque me cuesta ser consciente de lo que ocurre en mi sociedad. Me siento afortunada por no haber sido violada aún. Pero me pregunto, ¿Qué tiene que ver mi seguridad y la del resto de mujeres con la fortuna?, ¿Por qué nuestra seguridad no es una garantía?, hay muchas respuestas a estas preguntas. Las palabras de Ggola en su libro proponen un reto al movimiento feminista:
«Mientras tanto, creo que necesitamos reconstruir el movimiento feminista desde la base, tener más claro quiénes son nuestros aliados en la lucha, desarrollar nuevas estrategias y maneras de expresarnos en nuestro nombre. También creo que necesitamos defender el terreno que estamos perdiendo, porque a mi parecer el sistema está tratando de hacernos cada vez más, sino obedientes, sí temerosas. Nos merecemos un futuro libre de violaciones y agresiones, y eso es lo que juntas debemos crear«.
Athambile Masola
Fuente: Thought Leader
[Traducción, Tiziana Parra]
[Fundación Sur]