La afluencia masiva de refugiados e inmigrantes a Europa llegó para quedarse. Consecuencia mayoritaria de una guerra civil olvidada en Medio Oriente pero cuyos efectos la perjudican hasta el hartazgo y las lágrimas, ahora. Si el conflicto en Siria se detuviese seguramente a lo que ocurre no se le llamaría crisis, pese a que el flujo de migrantes procedentes desde otros puntos del Medio Oriente, Afganistán y África no se detenga ni lo hará, si bien no es tan fuerte como el sirio. Desde 2011 en Siria unas 9 millones de personas han sido expulsadas de sus hogares, sobre un total de alrededor de 17 millones de habitantes.
En total, han cruzado el Mediterráneo en 2015 más de 350.000 refugiados e inmigrantes, de los cuales solo 107.000 lo hicieron en julio. La gravedad actual que reviste este problema actual recuerda al iniciado al término de la Segunda Guerra Mundial. Siete décadas separan un episodio de otro. Antes fueron europeos, hoy son no europeos, sirios, afganos, palestinos, subsaharianos y muchos más que buscan una oportunidad para rehacer sus vidas.
Se agolpan en las fronteras de la Unión Europea, pero las vallas ya no sirven para contener la presión del desplazamiento. Ocurrió esta semana en Hungría, donde los refugiados colapsaron las estaciones de trenes esperando poder partir con rumbo a Alemania. En agosto sucedió el mismo acumulamiento en Grecia. La valla húngara, de 175 kilómetros de extensión, comenzó a ser erigida a mediados de julio para separarse de la no comunitaria Serbia pero, como se sabe, miles de personas la han sorteado y el gobierno de Budapest endureció la legislación aplicable a todo aquel que sorprenda traspasándola sin permiso. El alambre dentado que acompaña a la valla fue provisto por España, siguiendo el ejemplo en las ciudades hispano-africanas de Ceuta y Tánger, otro fuerte foco de inmigración hacia Europa, aunque ahora va a la baja respecto de 2014. La misma empresa de Málaga las hizo tanto para Hungría como para las dos ciudades citadas. Entonces, la construcción del muro no fue una inventiva original húngara, sino que ya se encuentra en otros espacios de la Unión Europea, como la citada España, pero también se las encuentra en Grecia y Bulgaria.
Visibilidades
Desde que la muerte del niño sirio Aylan Kurdi, en una playa de Turquía, terminó de colocar este tema en la prioridad de la agenda comunicativa internacional, los países centrales de la UE se hicieron eco de la gravedad del tema y ahora prevén la asignación de cuotas, mientras particulares también se sensibilizaron y muchos ofrecen abrir las puertas de sus hogares. Sin embargo, la guerra civil en Siria está allí, desde principios de marzo, con holgadamente más de 300.000 muertos hasta hoy.
Aunque las cámaras ahora cubran el gran drama humanitario que se vive, ante todo, en la Europa Oriental hay otras crisis, pero mucho más silenciosas y en rincones del mundo que no importan ya que la concepción del televidente occidental necesita alimentarse a base de imágenes de lugares familiares, como Europa, u otras asimismo cercanas, como un niño sirio, que bien pudiera parecer un europeo de alguna nación mediterránea. En cambio, las miles de imágenes circulando de hambrunas en África o Asia no han conmovido tanto como la foto que se viralizó desde el pasado miércoles y, transitando desde un primer grito de indignación mórbida, ha devenido en un llamado de paz (o una súplica para que el flujo se detenga) y una incitación a reflexionar sobre los límites de nuestra especie. Como sea, un joven refugiado sirio en Budapest lo resumió magistralmente: si detienen la guerra en Siria no habrá más desesperados en Europa.
No importa conocer los motivos de ese conflicto (que, asimismo, pudieran ser útiles al efecto de solucionarlo), lo único que interesa es que Europa quede tranquila, sin flujo abrupto de presuntos invasores, como muchos los llaman. Tampoco atrae conocer qué ocurre en otros países expulsores de población hacia Europa, por solo citar unos casos, como Afganistán, u otros subsaharianos tales como la olvidada Nigeria (en buena parte jaqueada por la violencia del yihadismo de Boko Haram), la fallida Somalía, o la pequeña Eritrea, bajo una implacable dictadura que promete durar. Tampoco vale mucho la pena el distingo entre refugiado e inmigrante, aunque ACNUR haya reparado en el tema, total ambos son vistos como potenciales amenazas.
Entonces, en los medios hay un espacio menor o casi insignificante para otras crisis de similares características. Tres ejemplos, fuera de Europa, y de latitudes muy disímiles: uno en Asia Meridional, otro en África subsahariana y el último en América del Norte.
Los rohinyá componen una minoría étnica musulmana en Birmania que el gobierno persigue implacablemente estando muchos de ellos obligados a refugiarse en la vecina Bangladesh. Diversos cálculos estiman la población en el orden de los 200.000 a 500.000 en el suelo de ese último país, uno de los cinco más pobres del planeta. Pero apenas un poco más de 30.000 tienen concedido el estatuto de refugiados. Si bien ya no se hablan de barcazas a la deriva en el Golfo de Bengala, como en mayo, y de cifras que no llegan ni a los talones a las del Mediterráneo, esa población necesita atención urgente, humanitaria y mediática.
Con la poca importancia que tiene África, y paradójicamente siendo una parte de su población un aporte no desdeñable a la presión demográfica que sufre Europa, en Malawi hace escasos días, acompañando la tendencia del fenómeno de las migraciones al interior del continente -no todo el flujo se dirige a Europa-, su gobierno detuvo a “ilegales” en el camino a Sudáfrica, un gigantesco polo de atracción continental. Por ejemplo, 200 etíopes fueron recluidos con delincuentes comunes, muchos de ellos sumamente peligrosos. En esas cárceles las condiciones son más que deficientes, la comida es escasa y en promedio hay una canilla para algo menos de 1.000 personas y un inodoro por cada 120 reclusos.
La frontera entre los Estados Unidos y México es el tercer espacio de los tres casos mencionados en estas líneas. En ese desierto en 2010 se halló el número récord de no identificados que quedaron a mitad de camino, con 223, cuando la media desde hace unos 15 años es de 170. Desde 2000, se han contabilizado 3.000 muertos en esta frontera. Los movimientos poblacionales, junto a las causas que los originan, no solo hacen estragos en Europa. Los ilegales, indocumentados, son una cifra anónima que solo de a ratos estremece.