¿Un Mandela de Walt Disney?, por Oscar Mateos

7/04/2014 | Bitácora africana

La unanimidad internacional sobre la grandeza humana y política de Nelson Mandela ha quedado suficientemente constatada tras su muerte el pasado 5 de diciembre de 2013. Los mensajes de los principales líderes internacionales, e incluso la viralidad que adquirieron en las redes sociales algunas de sus frases más destacadas tras conocerse su fallecimiento, denotan que se ha ido una de las grandes figuras del siglo XX. Su legado –se ha repetido incesantemente- es ingente.

Ahora bien, cabe preguntarse si en el proceso de construcción del mito de Mandela no se ha acabado desnaturalizando su dimensión política. Durante las semanas previas y posteriores a su muerte dio la sensación de que se estaba construyendo un Mandela a base de eslóganes descontextualizados y mediante imágenes ciertamente vacías: en una radio una locutora presentaba a Mandela como “la máxima expresión del amor y de la paz”. No es que semejante expresión no pueda tener algo de cierto, pero precisamente detrás de esa idea se esconde una trayectoria política tremendamente intensa, que empieza con su militancia en el Congreso Nacional Africano (CNA), pasa por los 27 años de prisión y desemboca en su liberación y en el complejo liderazgo de un país roto. Da la sensación, de que algunos medios de comunicación y algunos mandatarios políticos con sus declaraciones sobre el personaje (para la posteridad quedan las declaraciones de Rajoy al respecto) han empequeñecido la inmensidad de un verdadero gigante político. Asimismo, ha prevalecido una cierta imagen “hollywoodiense” del líder sudafricano (un “Mandela de Walt Disney”, señalaban algunos hace unas semanas), seguramente favorecida por la película de “Invictus”, así como un cierto intento de apropiación por parte de líderes políticos o partidos que hasta hace poco tenían a Mandela figurando en sus listas de principales terroristas.

En este sentido, vale la pena subrayar tres aspectos, profundamente políticos, que hacen de Nelson Mandela un personaje extraordinario. Son aspectos, que más allá de los geniales libros de John Carlin, pueden apreciarse sobre todo en su autobiografía “El largo camino hacia la libertad”, donde quedan patentes muchas de las contradicciones y dificultades vitales a las que estuvo permanentemente sujeto. En primer lugar, se ha obviado el intenso debate que en el seno del CNA se mantuvo hasta el final sobre la utilización de la lucha armada. Fue a mediados de 1990, una vez liberado Mandela, cuando el CNA decidió “suspender” (que no poner fin) a la lucha armada, para favorecer las negociaciones con el gobierno de De Klerk. El propio Mandela lo expresaba así en sus memorias (pp. 606-607): “Yo defendí la propuesta diciendo que el objetivo de la lucha armada siempre había sido el de obligar al gobierno a sentarse a negociar, y que ese objetivo se había cumplido. Sostuve que siempre era posible reanudar la lucha armada, pero era necesario dar una muestra de nuestra buena fe”. Y la decisión no fue nada fácil, ya que entre 1990 y 1993 el país entró en un clima prácticamente de guerra civil, en el que los seguidores del ANC fueron masacrados por los de Inkhata y en el que el regreso a la lucha armada estuvo a punto de producirse. Y en este último aspecto fue esencial la habilidad y la estrategia política de Mandela.

Una segunda cuestión tiene que ver precisamente con este hecho: no es exagerado afirmar que Mandela evitó una guerra civil, tal y como el propio Arzobispo Desmond Tutu ha recordado en varias ocasiones. En su autobiografía, pero también en el reciente libro de John Carlin “La sonrisa de Mandela”, queda patente un aspecto casi incomprensible si uno se zambulle en el escenario guerracivilista sudafricano de principios de los noventa: no se inició una guerra abierta entre facciones porque Mandela se empeñó, contra viento y marea y contando con la incomprensión de muchos dirigente del CNA, en dialogar con sus enemigos. De hecho, Mandela convirtió el diálogo en el arte de ensimismar a sus principales rivales, tal y como el ultraderechista Constand Viljoen, considerado como un héroe afrikáner, ha reconocido.

Finalmente, Mandela inspiró una visión sobre un modelo social, no sólo para Sudáfrica sino para todo el continente africano. Es cierto, tal y como muchas voces recuerdan, que si bien el país ha logrado la convivencia multirracial, las diferencias sociales siguen siendo abismales. No obstante, Mandela ha contribuido enormemente a entender que el futuro pasaba no sólo por la erradicación de la violencia directa, sino que la construcción de paz, con todas las dificultades del mundo, tenía que ver con el fin de la violencia estructural, siendo la educación y la lucha contra la pobreza, las principales bases. Los logros en este último aspecto son escasos, pero culpar de este hecho a Mandela, que sólo permaneció en la presidencia durante cinco años, es del todo desproporcionado.

Más allá de la caricatura mediática, de ese personaje de Walt Disney que por momentos parece haber emergido en algunos medios, hay que reconocer, una y otra vez, la grandeza política de Mandela. Un Mandela capaz de resignificar y ensanchar conceptos como el de libertad o reconciliación. “Sabía mejor que nadie que es tan necesario liberar al opresor como al oprimido” –escribe en las últimas páginas de su autobiografía- “Aquel que arrebata la libertad a otro es prisionero del odio, está encerrado tras los barrotes de los prejuicios y la estrechez de miras […] Cuando salí de la cárcel ésa era mi misión: liberar tanto al oprimido como al opresor”.

Original en : Blogs El País. Planeta Futuro

Autor

  • Oscar Mateos es Licenciado en Ciencias Políticas y de la Administración y Posgraduado en Cultura de paz por la Universidad Autónoma de Barcelona (UAB). Ha sido investigador sobre conflictos africanos de la Escuela de Cultura de Paz de la UAB (2002-2006) y profesor de la Universidad de Sierra Leona (2006-2008).

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