Trabajé hace cosa de un año durante un mes y pico realizando en Centroáfrica una consultoría con una ONG británica que se ocupa de proyectos de paz. Antes de firmar el contrato me hicieron realizar un asesoramiento de mi seguridad personal y me pasaron un cuestionario en el que me dijeron que puntuara, de uno a cinco, una lista con las circunstancias de posible peligro en lasque podía encontrarme durante el tiempo de mi empleo con ellos. A la frase “tener un accidente de tráfico” le puse un cinco sin dudarlo. “Ser víctima de una violación” fue la que obtuvo mi menor puntuación. “¿Cómo piensa reducir el riesgo de estos posibles peligros?”, me preguntaban en la siguiente página. “Viajando siempre con el mismo taxista, del que me fío porque le conozco desde hace un año”, respondí. Sobre la otra frase no creí necesario tener que ofrecer explicaciones.
Me acuerdo a menudo de este cuestionario cuando pienso que trabajar en la República Centroafricana es hoy mucho más arriesgado que hace un año. Los meses de diciembre y enero han sido particularmente violentos en la capital, Bangui, donde ha habido por lo menos 2.000 muertos en violencias callejeras y los desplazados han llegado a rondar el medio millón (la mitad de la población de la capital). Con la dimisión del presidente Michel Djotodia el 10 de enero y la consiguiente salida gradual de los milicianos de la Seleka, que impusieron su régimen de terror desde marzo de 2013, la seguridad ha ido mejorando, aunque con altibajos. Desde hace pocas semanas, la principal amenaza ha venido de las milicias llamadas “anti-balaka” que comenzaron enfrentándose a la Seleka y después la tomaron con todos los musulmanes. La presencia de los soldados franceses (que han llegado a alcanzar los 2.000 efectivos) y de las casi 6.000 tropas de la Unión Africana, cuya misión de intervención se conoce como la MISCA, ha evitado seguramente males mayores, aunque sus efectivos siguen siendo pocos para conseguir estabilizar un país algo más grande que Francia, donde los odios étnicos se han desatado hasta el paroxismo y unos 80.000 musulmanes han huido del país.
Digo que la seguridad ha mejorado, aunque de vez en cuando suceden incidentes difíciles de prever. El pasado miércoles 19 de febrero, por la mañana, algunas milicias anti-balaka intentaron bloquear con barricadas, cerca del aeropuerto, un convoy de soldados chadianos de la MISCA que evacuaban al último grupo de musulmanes que intentaba salir de Bangui. Los soldados chadianos abrieron fuego de ametralladora y lanzaron granadas para abrirse paso y los enfrentamientos duraron hasta primeras horas de la tarde. El suelo de la ciudad, incluso a varios kilómetros de allí, temblaba con las detonaciones. Los pasajeros del vuelo de Air Maroc que acababan de aterrizar procedentes de Casablanca estuvieron bloqueados en el aeropuerto durante varias horas hasta que los militares les permitieron salir. Una amiga bilbaína que llegó ese día consiguió salir metida en un carro de combate blindado de los soldados congoleños, encajonada entre dos soldados que apuntaban al exterior con sus ametralladoras. Cuando, al día siguiente, comí con ella, no pude evitar sentenciar que “los de Bilbao salís del aeropuerto en el vehículo que os da la gana”.
El que no salió de su lugar de trabajo como le dio la gana fui yo, el día anterior. Estábamos en el barrio de Boy Rabe a punto de concluir la sesión de formación para los comités de paz, cuando a eso de las tres de la tarde empezamos a escuchar disparos no muy lejos de allí. Tras interrumpir la actividad esperamos a que cesaran las ráfagas y los participantes decidieron marcharse a sus casas. Llamamos a la oficina, donde nos dijeron que inmediatamente enviarían un coche para sacarnos de allí lo más rápido posible. A los 20 minutos, nos llamó el chófer para decirnos que los anti-balaka habían bloqueado la carretera con barricadas y neumáticos incendiados y que no le dejaban pasar. Los cuatro que estábamos en el local donde realizamos los cursos decidimos salir de allí por un atajo, evitando las rutas principales, para salir a la avenida donde estaríamos fuera de la zona del conflicto y que, según nuestros cálculos, podía llevarnos unos diez minutos a pie. Durante el camino, numerosas personas nos fueron indicando por qué callejuelas era mejor que nos metiéramos y qué lugares debíamos evitar. A punto estábamos de bajar por un terraplén para llegar a una escuela situada al lado de la avenida cuando otra vez empezaron los disparos. Subimos de vuelta a toda prisa y un hombre que salió de una casa nos dijo que pasáramos adentro y nos pusiéramos a cubierto.
Allí estuvimos cerca de una hora. Mientras tanto, el jefe de seguridad de nuestra ONG, un canadiense muy ducho en estas situaciones, mantuvo contacto telefónico con nosotros para tranquilizarnos y decirnos nos tenía localizados y que él mismo acababa de llegar a la escuela, donde esperaba el visto bueno de los militares franceses para poder venir a sacarnos de allí. Lo que más me llegó adentro durante aquella hora fue una viejecita que, al ver mi cara de susto, me cogió de la mano y me llevó a una habitación donde me puso una esterilla en el suelo y me indicó que me tumbara sin moverme. Durante la hora que pasé allí no pude dejar de mirar a varios niños que, como yo, estaban cuerpo a tierra, temblando de miedo.
Al final, mis compañeros me indicaron que el jefe de seguridad había conseguido llegar con el coche hasta unos 50 metros de la casa. Tras despedirnos de aquellas personas que nos protegieron, salimos lo más rápido que pudimos, entramos en el coche y en cinco minutos llegamos a la oficina. A nuestro lado, se veían los neumáticos ardiendo, los soldados franceses montados en sus blindados, y soldados de la MISCA apostados a los lados de la carretera con la mano en gatillo. No pude evitar dejar de pensar en aquellos niños.
Cosas así no ocurren todos los días, pero si alguna vez pasa no hay más remedio que estar preparados. Si en otra ocasión me preguntan cómo pienso disminuir los riesgos probables durante mi trabajo en Bangui, sé que la mejor respuesta que puedo dar es que las personas con las que vivimos -ellas sí que sufren lo indecible a diario- son la mejor protección que tenemos.
Original en : En Clave de África