Me ocurrió el sábado 1 de febrero por la mañana, cuando iba al trabajo. Me paré en el kiosko para siempre compro las recargas del teléfono. A lo lejos, en uno de los barrios musulmanes de Bangui, se oían disparos, como cada día. Una mujer a mi lado dijo al chico del kiosko: “Ya está bien .de atacar a los musulmanes. Los Centroafricanos tenemos que reconciliarnos”. En un momento se formó un corrillo de unas seis personas que empezaron a llamar a la mujer de todo: estúpida y traidora fueron los calificativos más suaves. “Los musulmanes nos han matado durante los últimos meses, con la Seleka, ahora es la hora de la venganza”, gritó un hombre. La mujer del discurso conciliador apenas tuvo tiempo de salir corriendo y ponerse a salvo.
Todos los días, desde muy temprano, jóvenes de las milicias “anti-balaka” ataviados con extrañas combinaciones de pantalón militar, camisa de colores, cinta al pelo y machete o fusil en mano, descienden de los barrios donde campan a sus anchas (Boy Rabe, Damala, Boeing, Ouango…) y se reparten por el laberinto de callejuelas de los barrios donde hay presencia de los seguidores del Islam, sobre todo Miskine, Malimaka y el Kilometre Cinq y van a la caza del musulmán. Matan, roban, queman viviendas y destruyen mezquitas. Desde hace poco tiempo, ahora que los milicianos de la Seleka, que ocuparon Bangui a sangre y fuego desde finales de marzo del año pasado, han salido de la capital centroafricana bajo presión de las tropas francesas y de la Unión Africana, los musulmanes son el centro de las iras de la población. Los más odiados son los chadianos. Miles de ellos han huido de Bangui, la mayor parte evacuados por vehículos o aviones enviados por su propio gobierno. Peor suerte corren los musulmanes centroafricanos, que no tienen ningún otro sitio donde ir. Por la mañana, cuando escuchas los primeros disparos, sabes que los anti-balaka y sus colaboradores han empezado la caza del musulmán. Los soldados franceses, a los que se ha acusado frecuentemente de pasividad frente a estas matanzas, a menudo no saben cómo reaccionar: ¿qué puede hacer un blindado francés con cañones enfrente de un barrio inmenso de callejuelas lleno de saqueadores que conocen el terreno y matan con el machete en la mano?
En otros lugares del país donde anteriormente la Seleka impuso su ley de abusos insoportables contra la población cristiana, ahora que los anti-balaka han ganado terreno son los musulmanes los que sufren las represalias. Hace pocos días un amigo misionero español me hablaba, con voz tristísima, de cómo había presencia do la destrucción de la mezquita y de las casas de los musulmanes en la localidad donde trabaja. La gente aplaudía a rabiar. Él y su compañero, como protesta, decidieron cerrar la escuela de la misión. ¿Para qué queréis que vuestros hijos estudien si la educación que les dais en casa es introducirlos al odio a los que tienen una religión distinta a la nuestra?, dijo a los asombrados padres.
En el barrio de Boy Rabe, donde llevo dos semanas dando cursos de formación sobre la paz a los comités de cohesión social, los anti-balaka se pasean por sus calles, machete en mano, mirando muy bien que no entre ningún musulmán. Sus viviendas han sido saqueadas. Es un tema muy espinoso sacar a colación el regreso de los musulmanes al barrio. “Ellos nos hicieron sufrir primero”, dicen muchos de los participantes. “Gandhi decía que el ojo por ojo sólo conseguirá dejar a todo el mundo ciego”, suelo responder yo. El arzobispo de Bangui, monseñor Nzapalainga, mucho más directo y menos diplomático que yo, lo suele decir de otra forma: “Cuando atacáis a los musulmanes, os portáis como animales”.
No me resisto a copiar el testimonio de un amigo centroafricano que ha colgado en su Facebook: “Durante mi infancia, mi madre Suzanne me mandaba a comprar azúcar a la tienda de Mousa, en el mercado de Berberati. Años más tarde, cuando vivíamos en Mbaiki, al final de cada día del mes de Ramadán los niños de mi barrio corríamos gritando “Baraka de Sallah!” hacia la casa del anciano Mamazheine, que nos daba caramelos. En Mongumba, guardo en recuerdo de Abdallah, que a pesar de las deudas que mi `padre tenía con él me compraba los cuadernos para el colegio, porque durante el régimen del presidente Patassé los funcionarios no recibían regularmente sus salarios. En la Universidad de Bangui, guardo el cariñoso recuerdo de Hassan, con quien compartí tantos buenos momentos en el restaurante de Madame Mboka bebiendo juntos, yo la cerveza Mocaf y él el zumo de naranja. A la vuelta, el comerciante Mahamat me fiaba jabón y azúcar hasta que llegaba el dinero de nuestras becas, siempre con retraso. Mahamat me decía siempre: “muchacho, no hagas trampas con el trabajo, si no, no tendrás un buen futuro…”
Ahora, cuando quiero llamar a mis amigos musulmanes, mis hermanos me llaman traidor e ingenuo. Nuestros lazos se han cortado, nuestras relaciones están rotas, nuestras risas se han convertido en amargura… nos han forzado a convertirnos en enemigos. Pienso en todo esto y lloro, lloro y lloro”.
Ayer la Cruz Roja Centroafrican dijo que durante los últimos tres días había recogido 43 cadáveres en los barrios musulmanes de las calles de Bangui. Yo también lloro.
Original en : En Clave de África