Desde que empezó el mes de noviembre no pasa un día sin que alguien muera de forma violenta en Bangui: el día 6 fue un chadiano de la Seleka abatido en un intercambio de tiros en la salida Norte de la ciudad; el domingo 10 un antiguo guardia presidencial fue asesinado por otro .exrebelde en el barrio Miskine, después de lo cual la población erigió barricadas: al día siguiente un robo a mano armada de una moto acabó con el atracador (también miliciano) siendo perseguido por una multitud hasta que el acosado ladrón tiró una granada y mató a dos niños. Lo peor de todo ocurrió el día 13, cuando jóvenes del barrio Fátima se rebelaron contra unos Seleka que acababan de detener a uno de sus amigos. La cosa se complicó con el presidente que pasaba por allí y fue recibido a pedradas… y acabó con una batalla campal que duró varias horas y en la que murieron tres personas y decenas fueron heridas.
Todo esto ocurre en Bangui, pero en bastantes zonas del interior la situación es aún mucho peor. En Bossangoa hay cerca de 40.000 personas desplazadas que tienen miedo de volver a sus casas, en Bouar la Seleka ha incendiado cientos de casas y en muchos otros sitios no hay ninguna autoridad que ponga orden en medio de tanto caos que está tomando una peligrosa deriva de conflicto entre cristianos y musulmanes.
Pero hoy no quiero cansarlos con un catálogo de horrores sin fin, sino con un episodio que ofrece luz entre tanta oscuridad. Ya he hablado en otros posts de la casa de mi amigo René, en un barrio del extrarradio, donde me hospedé de enero a marzo de este año. Poco después de que la Seleka tomara el poder en Bangui, a finales de marzo, un día entró un grupo de milicianos en su patio y exigieron, con tiros al aire y gritos amenazadores, que les entregara todo el dinero que tuvieran. Su mujer, Rosalie, se puso a gritar en su lengua materna, el Banda. Uno de ellos, al escucharla, le preguntó de dónde era. “De Bambarí”, respondió la asustada mujer. El joven miliciano intervino entonces para decir a los otros: “No les molestemos más, esta mamá es de mi pueblo”, y tras conformarse con unos pocos miles de francos CFA se marcharon por donde habían venido.
Conocí al joven miliciano hace un par de semanas, cuando fui a visitar a mis amigos. El muchacho estaba allí, sentado en el porche de la casa, ataviado con un pantalón de uniforme militar y una camiseta blanca. Había venido a ver a Rosalie, a quien llama su “tía”. Me contó que cuando la Seleka llegó a Bambarí mataron a su padre y él, que hacía años que había dejado la escuela, se unió a ellos para estar más seguro, y también atraído por la promesa de un dinero que sus gerifaltes dijeron que darían a todos ellos una vez que conquistaran el poder. A los dos meses de entrar en la capital, sus jefes le quitaron el arma y le dijeron que se buscara la vida. Por aquellas fechas más o menos ya se había juntado con una muchacha que vive cerca de la casa de René y Rosalie, ella se quedó embarazada y él empezó a buscar trabajo para sacar adelante a ella y a su futuro hijo. Desde entonces, el ex-rebelde se ha ganado la vida haciendo trabajillos domésticos y cultivando en los campos de otros.
El pasado 13 de noviembre fue a casa de una mujer en el barrio de Fátima que le había llamado para hacer unas chapuzas. Allí se encontró con el estallido de violencia que surgió esa mañana y mientras intentaba escapar del intenso tiroteo una bala le dio en el muslo. Aquella tarde le llevaron al hospital comunitario de Bangui, donde se encontró con muchos otros que, como él, habían resultado heridos en aquella batalla campal.
Al día siguiente me entero de lo que le ha pasado al ex rebelde y… ¿quién me lo cuenta? Mamá Rosalie, que por medio de sus vecinos se ha enterado de lo que le ha ocurrido y desde la noche anterior está en el hospital cuidándole. ¿Estás atendiendo en el hospital a uno de los que te atracaron? le pregunté de forma bastante provocativa. “Es que el pobre no tiene familia aquí y alguien tiene que llevarle comida”, me respondió. En el momento que escribo estas líneas seguramente le estarán operando para intentar sacarle la bala, que se le ha quedado alojada en la pierna. No sé en qué acabará todo esto, aunque mucho me temo que tal vez tendrán que amputarle la pierna. Mientras tanto, Mamá Rosalie lleva ya tres noches sin dormir, al lado de un antiguo miliciano al que conoció cuando éste vino, junto con otros hombres armados, a asaltar su casa.
Perdonen si a lo mejor puede resultar demasiado arriesgado establecer comparaciones (que algunos llaman odiosas), pero yo no me imagino esta escena en una España en la que cuando sale un delincuente convicto de la cárcel después de haber pasado allí algo más de dos largas décadas, o se excarcela a un recluso enfermo terminal, muchos ponen el grito en el cielo, reclaman “que los asesinos se pudran en prisión” y llegan incluso a increpar a sus familiares. Ya sé que aquí hay mucho que matizar, que el dolor de una víctima siempre merece el más alto de los respetos y que en muchas ocasiones el que ha ocasionado el daño no da ninguna muestra de arrepentimiento. Pero si hay algo que siempre me llegado al alma en África es la enorme capacidad que tiene la gente de reconciliarse y perdonarse, algo de lo que los occidentales tendríamos muchísimo que aprender. Lo vi en muchísimas ocasiones en el Norte de Uganda, azotado por dos décadas de guerra, y lo vuelvo a ver ahora en la República Centroafricana. Ya sé que no es el caso siempre y que también aquí en África fluyen el odio y el rencor como en todas partes, pero…
A lo mejor me equivoco, pero intento imaginarme en España esta escena de una mujer cuidando en el hospital de un joven que le atracó a mano armada en su casa hace unos meses, y la verdad no me la imagino. Son estos escondidos rayos de luz de humanidad los que me hacen pensar que en este país en el que vivo puede surgir un futuro de paz en medio de las ruinas de la violencia en las que se encuentra ahora sumido.
Original en: En Clave de África