Cuando trabajo en África suelo dedicar bastante tiempo a dirigir talleres de formación sobre resolución de conflictos para líderes. Como cada maestrillo tiene su librillo, el mío suele empezar por una sesión en la que los participantes (que en la mayor parte de los casos no se conocen entre ellos) comparten algunos de sus datos personales –mezclando detalles digamos oficiales con .otros más ligeros- de dos en dos durante algunos minutos para después cada uno presentar a su compañero a todo el grupo: aquí, a mi derecha, fulanito de tal, que tiene equis años de edad, nacido en tal pueblo, de profesión maestro, desde hace dos años líder del comité local de paz de tal barrio, le gusta mucho la música congoleña y no le gusta la gente que se pasa la vida chismorreando, etc ,etc. Aplauso general, alguna risa, y pasamos al siguiente hasta que se complete el círculo. Ahora ya nos conocemos, y de paso hemos roto el hielo y creado buen ambiente para hoy y los siguientes dos o tres días.
Naturalmente, uno de los datos que suelen decir es su vida familiar : si están casados o no, si tienen hijos y cuántos… Hay un detalle que no deja de sorprenderme en la República Centroafricana, y es las poquísimas veces que me he encontrado con participantes que estaban casados. Y no estoy hablando de gente joven que aún están ocupados con sus estudios o con ahorrar con vistas a formar un hogar, o de la chica de 20 años que tiene un hijo fruto de una relación con un medio novio que hizo mutis por el foro cuando no quiso cargar con su responsabilidad, sino de otro tipo de “soltería”: el del hombre que tiene sus cuarenta o cincuenta años y te dice: soy soltero y con cinco hijos (o siete, o nueve o diez).
Durante el último de los talleres que dirigí en Bangui, para líderes locales entre los que se contaban magistrados, jefes de policía y autoridades de una de sus prefecturas, de los 20 participantes sólo dos estaban casados. El resto eran solteros y con una retahíla de hijos como para darles el premio nacional de natalidad. Aún a riesgo de equivocarme, no me resulta demasiado difícil imaginarme el resto de las circunstancias: para empezar, dudo mucho que todos sus retoños hayan nacido de la misma mujer, y por lo que se refiere al cuidado y educación de los niños, me pregunto qué relación habrán tenido con su padre, el cual se ha paseado durante varios años por lo ancho y largo de la geografía del país engendrando criaturas para después marcharse a otro lugar donde el deber le llamaba y dejarlas a cargo de la madre, que para eso están las mujeres.
Son niños que habrán crecido sin poder sentarse en las rodillas de un padre que les cuente historias, les ayude a hacer los deberes del colegio, les escuche cuando estén tristes o les eduque sobre lo que está bien y lo que está mal. Y mucho menos habrán crecido esos niños en un hogar donde habrán visto a su padre y su madre que se quieren. Eso sí, el tipo en cuestión alardeará ante sus compañeros de ser “un hombre como es debido”, que se ha pasado por la piedra a toda la que se le haya puesto por delante y como prueba de que es un verdadero macho ha dejado constancia de su buen hacer con una buena descendencia.
Una de las cosas que suelo decir en mis talleres, cuando hablamos sobre la parte que toca los derechos humanos, es que todos somos muy sensibles cuando nos conculcan nuestros derechos, pero parecemos perder esa misma sensibilidad cuando se trata de cómo respetamos nosotros los derechos de los demás, especialmente de los más débiles. Y cuando pongo como ejemplo la cantidad de niños abandonados en el país por padres irresponsables, siempre me suele saltar alguno (que tal vez se dé por aludido) espetándome que qué tiene que ver eso con lo que estamos tratando.
Uno de los convencimientos que tengo sobre temas políticos y sociales es que la democracia no es sólo cuestión de organizar elecciones libres cada pocos años, sino de crear un sustrato cultural en la sociedad que reconozca la dignidad de la persona, y eso empieza por el concepto que se tenga por la familia y por el ejercicio de la responsabilidad en el propio círculo de los seres más allegados. Muchos programas de buen gobierno y de fortalecimiento de la cultura democrática en países frágiles deberían empezar por poner énfasis en la unidad familiar y crear incentivos para que la gente se dedique a los seres más próximos con los que convive en su hogar.
De lo contrario, que nadie se extrañe que el soltero con diez hijos, cuando llegue a un puesto de autoridad, se convierta en un tirano corrupto que hace la vida imposible a las personas a las que gobierna.
Original en : En Clave de África