Decía un tal Benjamin Disraeli que en política los experimentos significan revoluciones. La inesperada reunión entre Jimmy Carter, Menachen Begin y El Sadat, con Kissinger como catalizador del experimento, asentó, entre otras consideraciones, la futura importancia que Washington le daría a Egipto como aliado regional. La denominada revolución o primavera árabe que es como fue bautizada por algún cursi progre, ha evolucionado hacia estadíos de indeterminación y estancamiento político. Una concatenación de episodios donde la agitación popular es seguida por episodios de tensa calma.
Repasemos la cornisa norteafricana. Marruecos, aliado preferente de EEUU y recientemente embarcado en un programa de modernización de sus fuerzas armadas, supo aislarse de las revueltas y su régimen divino salió fortalecido con una amalgama de reformas de cara a la galería. Argelia era candidata a que el virus tunecino mutase a su territorio; apuntalada por la relativa bonanza económica que le confieren sus estratégicas reservas de gas, a la par de las lecciones aprendidas por su aventura “democrática” y la posterior ola de violencia desatada por el Frente Islámico de Salvación, hicieron posible que Bouteflika mantuviese el despacho. Túnez, que no tiene ni petróleo ni peso estratégico, pero sí una franja demográfica formada en lo intelectual, fue el germen del levantamiento. Lógico. Con un alto número de universitarios [desempleados] y un espíritu laico, la frustración de su población no casaba con el genuino paternalismo árabe que representaba la dictadura “blanda” de Ben Ali. La díscola Libia se precipitó hacia una guerra civil donde Francia enarboló la chapuza que aceleró el fin de Gadafi. Algunas de las consecuencias se vivieron más al sur con la desestabilización del Sahel medio y la posterior intervención de París. Una más. Y finalmente Egipto; sumido en una eterna y tensa transición que rítmicamente inflama las calles y salta a los medios. A falta de un nuevo y proclive rais, la movilización del poderoso ejército es un garante para occidente.
¿Fue la denominada revolución árabe un experimento en forma de plan renove para sustituir líderes ya amortizados por “nuevos y acordes” valores igualmente entregados al imperio? ¿Y si, como posteriormente se ha sabido, las agencias de inteligencia eran [o no] conocedoras de lo que se gestaba bajo el descontento social? Menudas preguntas. Aceptando los deseos de apertura política de parte de las sociedades árabes, parece claro que los intereses geoestratégicos priman por encima de las aspiraciones de la ciudadanía. Un resfriado; la primavera árabe no pasó de un estornudo que rápidamente se trató con “antivirales” occidentales.