Kenia y la política de pertenencia

27/11/2012 | Crónicas y reportajes

El año pasado por estas fechas, yo estaba anticipando mi viaje a Nairobi, Kenia. Era la primera vez que volvía desde 2008 y estaba ansioso por ver todos los cambios que había experimentado Kenia desde mi última visita. No podía esperar a ser recibido por el calor, las palmeras, las rotondas y el sentimiento de pertenencia, que tantísimo echaba de menos. Estaba más que eufórico. Iba a ir a casa.

El vuelo fue tranquilo. Hubo la tradicional, aunque terrible, oferta de las comidas que dan las aerolíneas junto con abundancia de películas, entre las que estaba mi favorita, El rey león. Aún así, yo estaba perdido en mis pensamientos, preguntándome si los olores y los sonidos de la nación habrían cambiado tan drásticamente que resultasen irreconocibles. Era el sentimiento nostálgico de volver a ver a un viejo amigo. “Karibu. Bienvenido a Nairobi”, dijo la azafata del vuelo. Pero cuando mi padre y yo, con nuestras pertenencias encima, nos dirigimos hacia la salida del avión, recuerdo haber sentido algo que era inusual en este viaje. En lugar de las sonrisas cálidas de bienvenida que esperaba, nos vimos confrontados con caras hostiles y llenas de miedo. No quiero sonar dramático pero el cambio de reacción fue tan drástico y frío que recuerdo tener la sensación de llevar la letra escarlata dibujada en mi cara.

“¿Cuál es la razón de su viaje a Nairobi?”, me preguntó una malhumorada funcionaria de aduanas. “Simplemente por vacaciones y para visitar a la familia”, respondí, mientras miraba a mi padre que parecía haberse quedado atónito por la actitud de la funcionaria.

“¿Cuánto tiempo se va a quedar aquí?”, preguntó ella impaciente. “Unas tres semanas”, interrumpió mi padre. Estaba agotado del largo viaje y no tenía paciencia para una funcionaria de aduanas maleducada. Los susurros de los empleados del aeropuerto y los lugareños parecían interminables y la prolongada inspección de nuestros pasaportes confirmó la sospecha y la hostilidad que habíamos sentido.

“¿Somalíes o canadienses?”, era la pregunta frecuente que hacen cuando vuelves de visita. Estaba claro por las preguntas que ser somalí, o ser canadiense, hacía de mí un “otro” entre los kenianos. Me hicieron sentir un extranjero entre mi propio pueblo.

Había tantos miembros de la familia esperándonos: tías, tíos, primos en medio de amigos de la familia y otros parientes lejanos. No puedo recordar todas las manos que había saludándonos con entusiasmo desde el otro lado del cristal de separación, cada una de sus caras estaba tan radiante de alegría, que nos iluminaron en la sombra que nos rodeaba. Me sentí apreciado, bienvenido y querido. Estaba en casa.

Pero mientras recogíamos nuestras maletas e intentábamos abandonar el aeropuerto, el tono hostil que había sentido, persistió.

La xenofobia comenzó. Cuando mi padre y yo salimos del aeropuerto, me sentí aliviado de estar rodeado de mi familia. Nos apilamos en coches diferentes, con el plan de juntarnos en la casa de mi madre para la cena. Hacía más de un año que no veía a mi madre, así que yo me subí con ella, mientras que a mi padre se lo llevaron sus hermanos. Había echado tanto de menos a mi madre. A medida que pasábamos carteles gigantes, edificios comerciales, y duros trabajadores kenianos que volvían a casa, no pude evitar darme cuenta del visible progreso de la ciudad desde mi último viaje, con sus carreteras bien asfaltadas y atmósfera vibrante. Entonces, de repente, noté los faros delanteros de un coche que se aproximaba rápidamente hacia nosotros. “Hoyo ¿qué es eso?”, pregunté con curiosidad. Mi madre suspiró y respondió, “Un oficial de policía. Nos está indicando que nos detengamos”. Vi cómo un oficial de policía bien vestido y su comitiva caminaban hacia nuestro coche. Sin perder tiempo, procedió a preguntar a mi madre varias preguntas inapropiadas: “¿De dónde viene?” “¿qué hace usted fuera a estas horas de la noche?” “¿va usted de regreso a casa en Eastleigh?” [Barrio de Nairobi donde hay una gran comunidad somalí]. La pregunta parecía irrelevante, sobre todo porque el agente estaba intentando detenernos por un incumplimiento de tráfico. Tras una rápida mirada al carnet de conducir de mi madre, nos dejaron marchar. Le pregunté a mi madre cuál era la razón por la que nos habían mandado parar, especialmente porque ni siquiera nos dieron un ticket ni una explicación. En un tono frustrado mi madre me dijo: “Esto es lo que pasa cuando eres somalí en Nairobi hoy en día”. No puedes hacer nada para evitar que te paren y te interroguen”.

Durante toda mi estancia, se hizo evidente que la percepción y el tratamiento negativo de los somalíes era resultado en parte de las noticias estigmatizadas sobre los somalíes. Desde los titulares de los periódicos nacionales hasta las noticias de la noche, los somalíes se han convertido en chivos expiatorios de cualquiera de, o todos, los problemas en Nairobi. Veíamos a las Fuerzas de Defensa de Kenia disparando sin objetivo hacia el manto de oscuridad sobre el mar, mientras que la selectiva grabación se inundaba de sonidos de respiración pesada y disparos. Al final del segmento de noticias, el reportero logra persuadir convincentemente al espectador de que la guerra contra los piratas, los extremistas de Al Shabaab y cualquiera que parezca ser una amenaza para la seguridad de Kenia, estaba siendo un éxito y era necesaria. Cuanto más y más seguía las noticias y los asuntos políticos en Kenia, más evidente me parecía que había una marginalización creciente contra los somalíes dentro de la comunidad de Kenia.

Está claro que las acciones de la policía de Kenia han ampliado cualquier división preexistente entre los gobiernos de Somalia y Kenia. Parece que nosotros, los somalíes, ahora somos considerados por los nativos como los delincuentes responsables de los problemas económicos, de la desigualdad, y el hacinamiento en las escuelas, las calles y los barrios. Cuanto más lejos llegaban los disturbios, más comenzaba a cambiar el sentimiento de pertenencia a Kenia que siempre había tenido.

Un simple recado como ir a la tienda de ultramarinos o tomar una comida con los amigos se convertía en una molestia, ya que implicaba una inspección minuciosa de nuestro coche y una serie de preguntas. La operación “Linda Nchi” (Proteger el país), que permitía a los policías actuar contra cualquier simpatizante de Al Shabaab o sospechoso de ser miembro de Al Shabaab, aumentó las tensiones entre somalíes-kenianos y kenianos exponencialmente. Después de tres semanas en Nairobi, estaba muy triste por marcharme. En el aeropuerto me obligaron a quitarme el pañuelo del cuello y las gafas, después me pidieron que me pusiera como en la foto de mi pasaporte, además de hacerme tediosas preguntas sobre mi vida en Toronto, como si yo fuera una suplantación de mí mismo. Comprendí los sentimientos albergados por los somalíes sobre el gobierno de Kenia. Realmente no les gustamos.

Al llegar a Toronto, me alegré de que Human Right Watch hubiera publicado un informe titulado “Represalias criminales: la policía y el ejército de Kenia abusan de la gente de etnia somalí”, que detalla casos de las fuerzas de seguridad de Kenia deteniendo a personas arbitrariamente, dando palizas y abusando de los ciudadanos somalíes. No podía comprender la falta de atención de los medios y reacción internacional sobre este asunto. ¿Acaso no tenía importancia el dolor y las penas de la comunidad de la diáspora somalí en Kenia para la comunidad internacional? Es evidente que la falta de costillas visibles o niños llorando con moscas en la cara no atrae la más mínima atención de los medios occidentales. El indolente ataque de somalíes en Kenia se vio superado por las repetidas imágenes e historias sobre piratas somalíes, al parecer solo algo parecido a un genocidio merece la cobertura de las noticias occidentales.

Una parte de mí se rindió. Fue absolutamente desalentador. Este país que yo asociaba con casa me había defraudado. Habiendo crecido en Canadá, nunca sentí que perteneciera a este país, ya que no era producto de padres con ojos azul océano y pelo rubio de Barbie. Yo era una minoría visible. Así que, cuando mi padre me trajo a Kenia por primera vez a la edad de 10 años, sentí lo que se supone que significa “hogar”. Pertenecía a aquel lugar. Era un somalí keniano y estaba orgulloso de ello. Once años después, ¿cómo podría explicarme a mí mismo que mi hogar era responsable del asesinato de mis primos, la violación de mis tías y la detención de mis tíos? Se me rompió el corazón.

Enviado a la web Africa on the Blog, por un invitado ocasional.

Publicado en www.africaontheblog.com, el 21 de noviembre de 2012.

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