“…estas aletas de tiburón tienen que estar en Vigo lo antes posible y yo les pagaré para ello ya…” decía una mujer junto a un chino que asentía con seriedad en el muelle de Walvis Bay. Cuando has tenido la oportunidad de trabajar cerca del sector pesquero “español” entiendes un poco más a las autoridades canadienses, gibraltareñas o mauritanas. Si nos dejan, nos llevamos hasta las piedras del fondo. La costa entre el Sahara occidental y el sur de Angola recoge un reguero de pesqueros “europeos”. Una armada de chatarra flotante gobernada por patrones que en algunos casos poco distan del mejor negrero. Empresas que obtienen ingentes beneficios a cambio de invertir poco o nada más allá del candray con el que arrasan el litoral. Sociedades, en algunos casos, familiares, cuya mayor aportación a las comunidades del país en cuyas aguas faenan, no va más allá de enrolar a un determinado número de jóvenes como marineros y siempre porque se ven obligados a ello por las directrices legales. El entramado es realmente perverso; pues no son pocos los casos en los que los que la clase dirigente local está en sintonía con los armadores. La ley marítima, caso de Angola, exige que los pesqueros que enarbolan pabellón “extranjero”, enrolen al menos un tanto porciento muy alto de tripulantes oriundos. La estrategia es engañosa y sólo de cara a la galería; pues se trata de trabajadores sin cualificación alguna, que son sometidos a jornadas inhumanas en un entorno laboral especialmente peligroso por los accidentes a los que se exponen en cubierta. Jóvenes contratados por sueldos míseros y en algunos casos a los que incluso se les paga en especias. Y es que aún recuerdo a un armador, que se jactaba de que se iba de bazares a Las Palmas y con trescientas mil pesetas de la época, pagaba los seis meses de sus tripulantes a base de comprar baratijas y camisetas de imitación del Barcelona y Real Madrid. Sin comentarios. Los excesos pesqueros que sufren las aguas angoleñas contrastan con el orden que exige el gobierno namibio a cambio de que se faene en sus ricos bancos. Los puertos de Lüderitz y Walvis Bay son la base de una importante flota de arrastre y congeladora que tiene intimas conexiones con el sector pesquero gallego. El caso namibio, y lógicamente el sudafricano, son la excepción al descontrol pesquero que sufre el resto del litoral atlántico del continente. En base a que dirigentes sin escrúpulos han recibido sustanciosas cantidades a cambio de hacer la vista gorda, los paros biológicos en la costa angoleña durante mucho tiempo no han sido respetados. Me decía un patrón de un tangonero, que a causa de la sobrepesca, el langostino tigre de la talla cero ya no existe como tal; no da tiempo a puedan crecer. Los puertos de Abidjan, Dakar, Lobito o Nouadhibou, son la base de cientos de pesqueros detrás de los que se esconden titulares españoles y portugueses. Embarcaciones de porte pequeño o medio que a menudo no descargan en tierra; abarloándose a buques frigoríficos, que con posterioridad, trasladan el producto ya manufacturado a las lonjas y mercados del Primer mundo. Una de las segundas derivadas más dañinas de la pesca industrial, es que las capturas se procesan a bordo del mismo buque congelador que las ha pescado; razón por la que no se desarrolla una industria local manufacturera. De igual manera, los grandes factorías que en su día enarbolaban el pabellón de la URSS, ahora pescan en manos privadas y navegan bajo abanderamientos en paraísos fiscales. Buques de gran tonelaje que habitualmente explotan los caladeros del Sahara occidental y la costa mauritana. El derrumbe de la Union Soviética dejó un vacío legal que muchos avezados supieron aprovechar para hacerse con flotas pesqueras a precio de saldo. Un vistazo a muchos puertos españoles nos revela que no son pocos los casos en los que viejos arrastreros de la hoz y el martillo, visten ahora libreas occidentales y banderas de Belice o de dios sabe dónde.
En muchos términos, la pesca ejercida en las costas africanas supera los márgenes de la legalidad. Una sobrexplotación de los recursos que ni de artes ilegales ni de vedas entiende; donde las autoridades, a menudo son cómplices de armadores desaprensivos que una vez esquilmado el caladero, apenas presentan reparo en embarrancar sus pesqueros en una playa. La carencia de una legislación medioambiental y la inexistencia de un marco legal, permiten que empresas de la ecológicamente estricta Europa, lleven a cabo auténticos desfalcos biológicos en el anonimato de las costas africanas. Un buen ejemplo de tales prácticas es el cementerio de pesqueros en el que se ha convertido la bahía de Nouadhibou. Camposanto de chatarra embarrancada que una vez amortizada se deja a merced de los elementos. Una ristra de cadáveres marítimos en descomposición donde hidrocarburos y una larga lista de productos tóxicos acaba pasando a la cadena trófica; y de ahí, a nuestra mesa.
Un ejemplo mayúsculo de la pesca industrial es el de las corporaciones holandesas, que con base en las Islas Canarias han venido ejerciendo de manera indiscriminada una sobrexplotación de los caladeros mauritanos; usando artes especialmente dañinas que dragan el lecho marino dejándolo cual arenal. Técnicas prohibidas en aguas comunitarias y que ya arrasaron el mar interior de los Países bajos o Wadden sea. Los caladeros comprendidos entre Nouadhibou y Nouakchott son especialmente ricos en cefalópodos y moluscos; y de manera sostenible, tradicionalmente han sido explotados por una pesca artesanal, que ahora ve su sustento amenazado por entes como la Holland Shellfish. Corporación neerlandesa que ha mostrado un especial interés por la pesca de almejas y pulpos en aguas de Mauritania. Especies al borde de la extinción a causa del arrastre indiscriminado del lecho marino, que ahora empieza a ofrecer peligrosas derivadas en forma de un incremento del plancton que degenera en la consecuente reducción del aporte luminoso; que a su vez, repercute directamente en el crecimiento de las praderas submarinas del Banc d´Arguin como eje primordial del ecosistema. Dada la naturaleza indiscriminada de la pesca, no sólo almejas o cefalópodos son esquilmados, sino toda forma de vida animal o vegetal, lo cual representa un acto de devastación para la totalidad ecosistema marino. Se estima que a causa de la sobrepesca, aproximadamente unas cuarenta mil familias que dependen de la pesca artesanal verán peligrar su principal fuente de ingresos. La doble moral de las sociedades al estilo de la Holland Shellfish, se agrava cuando descubrimos que tras sus buques factoría está el respaldo del estado holandés y por extensión de la Unión Europea. El gobierno mauritano, alertado por los datos que la comunidad científica ofrecía sobre los peligros que casi una veintena de especies corrían por la sobrepesca, optó por reducir el número de licencias para faenar en sus caladeros, antes de que muchas otras sufrieran el destino del pez sierra o sawfish que ya se considera extinguido. La realidad es cruel y lo cierto es que la economía mauritana necesita el capital que le aportan los tratados de pesca con Bruselas; pero más cruel y vil es la doble moral de los delegados comunitarios, que a cualquier precio, buscan que la imagen de la Unión no salga nunca manchada. La reducción de ingresos supone que se hayan firmado acuerdos alternativos y a la vez leoninos, con empresas similares a la Holland Shellfish, que lo cierto es que operan bajo el parapeto de la Unión Europea. La lectura ruin o realista, como ustedes quieran, es que aquí se trata de abaratar costes a cualquier precio. Europa y sus mercados, usando firmas privadas para tales fines, continúan con el saqueo del ecosistema mauritano; pero esta vez, a unos costes mucho menores de los que se pagarían como institución pública; con el añadido de que en caso de catástrofe medioambiental, la señalada es una compañía “privada” (public private partnership) y no Bruselas. Como colofón a la perversión y la sinvergüencería, el gobierno holandés se jacta de que las PPP sólo operan con el beneplácito de las autoridades locales; no debiendo generar efectos negativos al ecosistema; ejecutando una política de transparencia de cara a los mercados; y generando beneficios económicos a la comunidad. Y para generar más confusión, una visita al portal nacional pesquero o dutchfish, nos revela una web sensibilizada con el respeto al medioambiente marino que “tradicionalmente” ha tenido el pueblo neerlandés; donde lógicamente, y más allá de bonitas siglas, no hay ni rastro de las atrocidades que la Holland ha llevado a cabo en los caladeros mauritanos. Lo cierto es que suena quiméricamente bonito. La realidad es bien distinta. La sociedad mauritana dista mucho de beneficiarse de la presencia de estas corporaciones de la pesca; pues sus actividades se conducen en aguas no costeras pero si dentro de la zona económica marítima mauritana; el manufacturado se produce a bordo, por lo que no se genera mano de obra ni se desarrolla una industria de enlatado en Nouadhibou o Nouakchott; con el agravante, de que no se forma a la población local pues no se necesita de esta; y como colofón, el lecho marino queda yermo y el ecosistema arruinado por décadas. Toda una catástrofe ecológica. La lista de atropellos es tristemente larga y repleta de casos puntuales que darían para una buena novela de golfos y rufianes. Recordando ahora, por ser generoso, a aquel cateto onubense y su aznaresco peluquín, que me decía que aquí todo valía y las especies no comerciales se las regalaba a los macacos que tenía enrolados como marineros; o sino, se devolvían muertas a la mar. Valiente desgraciado. Por no hablar del marisco angoleño que se reetiqueta como calidade…; llegando el que subscribe a la siguiente reflexión, que aunque planteada en la otra costa del continente, igual es, pues los mismos atropellos y circunstancias se nos plantean. ¿Quién es más pirata, los pescadores somalíes que ven su pan desaparecer en las redes de la gula o los atuneros vascos que arrasan el caladero? Por no seguir rajando, les diré que las aletas de tiburón fueron desembarcadas por ahí arriba y tras cruzar media Union Europea sin problema alguno, en Croacia acabaron. La conclusión es meridiana: en su próxima visita a la tienda de ultramarinos, mejor no lean la etiqueta de origen; mienten.