¿Te acuerdas del chico aquel tan alto que conocí el otro día en el Zodiaque Night Club? Pues todas las noche me manda unos mensajes que si vieras…” La chica se me acaba de pegar al codo e, inclinada sobre el mostrador, charla con su amiga al otro lado sin que a ninguna de las dos les importe mucho Cantenary bankmi presencia. La joven que tengo enfrente contesta a su compañera: “Me han hablado mucho de él y no es serio. Yo que tú no le haría ni caso. Oye, por cierto, ¿qué te has puesto de sombra de ojos hoy que estás tan guapa? Con esos arreglos no me extraña que se te peguen tanto los chicos”. No, que no se asuste mi señora esposa que no estoy en la barra de un bar nocturno, sino en la sucursal de un conocido banco internacional en Bangui, la capital de la República Centroafricana, a las ocho y cuarto de la mañana.
Con mi pasaporte abierto, como un tonto, espero a poder cobrar un cheque sin atreverme a decir nada y sin saber a dónde mirar mientras juego con el bolígrafo. Apenas llevaba un minuto cumpliendo las formalidades bancarias, cuando la rompedora de corazones se me puso al lado y empezó a charlar con su amiga la cajera. Aún no he salido de mi asombro cuando a mi derecha se arrima un hombre que empieza a reírse de sus dos amigas y les pregunta que por qué en lugar del Zodiaque no van todos esa noche al Black and White, que es una boite más de moda.
“Nuestro sistema operativo de los ordenadores aún no funciona bien. Tenga paciencia y espere allí que ya le llamaré”, me dice –más bien me ordena- la joven del banco y al instante vuelve a su charla mientras me fulmina con la mirada como si fuera yo quien les he interrumpido con mis extraños requerimientos de cobrar un cheque. Apenas acierto a balbucear una frase tímidamente:
-“Perdone, señorita. ¿Podría comprobar si me ha llegado algo a mi cuenta?”
-“Ya le he dicho que aún funciona bien el sistema informático. Si no quiere esperar vaya a darse una vuelta y regrese más tarde”.
Así empezó una mañana en la que yo había previsto que después de hacer un par de gestiones en el banco en pocos minutos y continuar con tres o cuatro reuniones con distintas personas para arreglar algunos asunto más hacer algunas compras. Me llevó cuatro horas cobrar el cheque y que me dijeran el saldo que tenía en mi cuenta, que tampoco era como para tirar cohetes. Del resto de las diez cosas que quería hacer aquel día apenas concluí tres. Al final, eso sí, me alegré de que la chica al que el maromo aquel enviaba mensajes románticos decidiera que no le iba a contestar. Los apenas diez clientes que estábamos en el hall de la sucursal casi rompimos a aplaudir cuando nos enteramos del feliz desenlace.
En España, con lo que llevamos viviendo desde los últimos años, el prestigio de los bancos han caído en picado. Es muy comprensible, pero cuando vives en África te das cuenta de que uno de los signos de progreso es el aumento de estas instituciones. Recuerdo cuando vivía en Gulu, en el norte de Uganda, y la gente que recibía un salario o que tenía ingresos por pequeños negocios guardaban sus ahorros, literalmente, debajo del colchón. Cuando la primera sucursal del Centenary Bank abrió sus puertas yo fui de los primeros en abrir una cuenta y recuerdo que me dieron el número 315 (indicando que yo era el cliente con ese número de orden). Al año de abrir la sucursal tenía ya algo más de 20.000 ahorradores. Para un maestro, un señor que tiene una pequeña carpintería, una enfermera o una mamá del mercado, poder depositar sus ahorros en un banco de donde además podía sacar su dinero utilizando una tarjeta de débito, supuso un avance considerable.
Cuando fui administrador de un dispensario rural a 30 kilómetros de Gulu descubrí que ninguno de los ocho empleados había tenido nunca una cuenta bancaria. Cuando decidimos que los salarios no se pagarían más con dinero en mano, sino en una cuenta los últimos viernes de cada mes al principio las enfermeras desconfiaban, pero a los muy pocos meses descubrieron que tener una cuenta, además de darles mayor seguridad, les permitía ahorrar mejor, planificar gastos e invertir y vieron las ventajas. Cuando el ayuntamiento de Madrid nos concedió un proyecto de 83.000 euros para ayudar al dispensario, la transferencia bancaria llegó en tres días a la cuenta que abrimos para este efecto. Recuerdo que, a menudo, cuando iba al banco para sacar dinero y poder pagar a los albañiles o comprar materiales de construcción, salía el director de la sucursal para saludarme y preguntar cómo iba la ampliación del centro de salud, añadiendo que estaba orgulloso de que su banco pudiera contribuir al desarrollo de la zona. Me pareció un detalle de profesionalidad que le honraba y hacía que los clientes aumentáramos nuestra confianza en el banco.
Hoy en Gulu hay más de diez bancos y todo hijo de vecino tiene su cuenta corriente, lo cual es un signo de progreso. En la República Centroafricana, donde llevo desde finales de mayo, una de las señales de que el país no avanza es que puedes entrar en un banco y apenas hay clientes. Si la gente no confía en una institución financiera, mala señal. Y si los empleados del banco no se afanan por ser amables y facilitar las cosas al cliente, peor todavía. Por lo demás, imposible encontrarse con sucursales bancarias cuando uno se aleja de la capital, con tal vez una o dos excepciones en todo el país. Estando así las cosas, cuando uno no tiene más remedio que ir aquí al banco, más vale que se lo tome con paciencia y con sentido del humor. Aunque tarden dos horas en darte el dinero, por lo menos te enteras de los últimos cotilleos de las empleadas de la sucursal.
Original en : En Clave de África