Bastantes de los lectores de este blog recordarán la división de la Iglesia que se hacía en la Eclesiología tradicional: Ecclesia triumphantis (en el cielo), Ecclesia purgantis (las ánimias del purgatorio) y Ecclesia militantis (la de este mundo). Hace bastantes años que me convencí de que si los teólogos escolásticos que desarrollaron esta tesis hubieran podido ver la Iglesia en África habrían añadido un cuarto nivel: Ecclesia celebrantis, porque aquí se la pasan de celebración en celebración solemne, y en esta ocasión no lo digo en un sentido muy positivo.
No me refiero al sentido de la fiesta que suele tener la gente en África y que se vive de forma intensa en las celebraciones litúrgicas, donde la gente baila, da palmas y canta como expresión de un sentimiento religioso por lo general muy profundo, que es una riqueza de la que los occidentales tenemos mucho que aprender. Me refiero a la tendencia que suelen tener las Iglesias en África a sacar fiestas especiales de debajo de las piedras, a expensas de descuidar cosas importantes en el servicio pastoral de una parroquia. Vas a misa en una misión rural un domingo en cualquier país africano y no es raro ver que si en la parroquia hay tres curas, allí están los tres presidiendo en el altar la solemne celebración. Por lo menos así lo he visto en infinidad de lugares en Uganda, R D Congo, Kenia, Sudán y República Centroafricana, que son los países que conozco mejor. Un día será porque es la fiesta patronal, otro día será porque es la despedida de uno de los curas que ha estado en la misión un año y acaba de recibir otro nombramiento (y que con el cuento de qué pena que se usted padre lleva ya dos meses de despedidas mientras el lugar donde su obispo le ha destinado lleva sin sacerdote desde que el chipa chups valía dos pesetas), en otra ocasión será para dar la bienvenida a un recién llegado o tal vez para inaugurar la nueva coral de la parroquia, que acaba de estrenar incluso uniforme nuevo azul y blanco con cenefa amarilla.
En otras ocasiones las razones pueden ser más peregrinas. Recuerdo el caso de una parroquia en Uganda donde su párroco, nativo del lugar, quiso celebrar por todo lo alto el quinto aniversario de su ordenación sacerdotal. Mira tú por donde aquel año la fecha caía en el Domingo de Ramos, pero el reverendo se empeñó en que lo central de aquella celebración tenía que ser su quinto aniversario (que me imagino que al ser tan pocos años se denominará bodas de papel de fumar o algo parecido) y que además tenía que ser el obispo quien presidiera el solemne acto. El prelado, llevado de esa debilidad muy presente en las diócesis africanas de no querer ponerse a mal con nadie, declinó amablemente, y el cura no paró hasta que dio con un obispo emérito (cosa nada difícil, porque con la de escándalos y conflictos serios que ha habido en bastantes diócesis de Uganda, hay casi tantos eméritos como titulares) lo suficientemente tonto como para prestarse a ser el invitado de honor de aquella ocasión.
Tampoco es raro que a veces los curas tiren la casa por la ventana para organizar una solemne acción de gracias, por ejemplo, por uno de sus curas que acaba de regresar de pasar tropecientos año en el extranjero para concluir una tesis de licencia con aprobado raspado. En esta y otras ocasiones, como las señaladas anteriormente, ni que decir tiene que la misa puede durar sus buenas tres horas, ya que solamente en el momento después de la comunión –saltándose todas las normas litúrgicas más básicas- los discursos de exaltación del homenajeado pueden sucederse sin límite. Cuando me he encontrado en celebraciones así, la pregunta que me surge siempre es si de verdad es Jesucristo lo que está en el centro de esa liturgia o si es la vanidad de una persona que se cree que tiene un poder incuestionable.
Y lo peor de todo es que mientras los tres o cuatro curas están allí concelebrando en el altar, a seis o siete kilómetros de allí hay una capilla en un campo de refugiados que llevan meses sin ver a un cura que vaya a celebrarles la eucaristía. O puede ocurrir, como me encontré una vez en una parroquia en el Sur de Sudán, que los cuatro sacerdotes se queden en la parroquia central y que cuando termine la misa a las diez y pico te digan que ya no tienen tiempo de ir a otro pueblo porque está muy lejos (léase tres kilómetros) y su coche está estropeado. Recuerdo en aquella ocasión que cuando dije al párroco que un hombre joven como cualquiera de ellos podía llegar allí a pie en 40 minutos, se rió y me respondió que él no había pasado siete años en el seminario para moverse a pie por caminos llenos de barro. Vestido de punta en blanco con su traje de clergyman negro y sus zapatos nuevos con puntera a los que había sacado buen brillo aquella mañana, no parecía desde luego muy dispuesto a ensuciar su vestimenta presentándose en poblados habitados por sus compatriotas que acababan de volver hacía pocos meses después de vivir en campos de refugiados en países vecinos.
Los que nos lean habitualmente en este blog sabrán que siempre decimos que en los países occidentales tenemos mucho que aprender de las Iglesias de África. Pero tampoco está de más señalar que a muchas de esas Iglesias aún les falta mucho camino que recorrer para madurar. Y uno de los aspectos que aún está muy verde es el sentido misionero. No me refiero a que en África no haya vocaciones a la vida misionera, que las hay, sino a que en ninguna parte del mundo se tiene una visión del sacerdocio tan cargada de poder como en África, y eso hace que el cura tenga tendencia a quedarse en el centro de la parroquia, esperando que sean los demás quienes vengan a él, en lugar de salir él al encuentro de los más alejados.
Original en: En Clave de África