La experiencia nos muestra que no es raro ver cómo, una simple divergencia de opiniones entre dos personas, puede pasar de discusión a disputa, la disputa a agresión verbal, que puede ir hasta agresión física. Y esto tanto en el mundo infantil como en el adulto. Lo mismo se puede observar en las relaciones entre familias, grupos y pueblos. Lo que empezó como un malentendido se transforma en conflicto que puede inflamarse, crecer, y escaparse de las manos hasta convertirse en guerra.
A través de cuentos transmitidos por la tradición oral, teniendo a animales como protagonistas, la sabiduría africana tradicional nos presenta con distintas variantes cuentos que tienen la misma estructura y el mismo mensaje: “no hay pelea sin importancia”. Cuando se inicia una pelea, ya sea entre “gallos”, como en la versión recogida en Guinea Conakry, o entre “lagartos”, como en la recogida por Hampaté Bâ, el sabio de Bandiagara (Mali) no se puede siempre prever ni las proporciones que puede alcanzar, ni las consecuencias.
En un mundo como el nuestro, con tantos conflictos y guerras potenciales el cuento (1) no ha perdido nada de la actualidad que tuvo en 1969, cuando el místico, filósofo y hombre de letras Hampaté Bâ, lo contó ante el Consejo ejecutivo de la UNESCO, del que formaba parte, para concienciar sobre los peligros potenciales del conflicto árabe-israelí.
El viejo Soro, bebió un buen trago del bangui que aquella mañana, los jóvenes candidatos a la iniciación, habían cogido para él en la mejor de las palmeras. Era el modo de agradecerle las enseñanzas que les daba cada noche alrededor del fuego. El viejo chasqueó la lengua apreciando la calidad de la apreciada bebida. Depositó la calabaza en el suelo y después de un largo momento de silencio tomó la palabra diciendo:
“No hay pelea sin importancia, de la misma forma que no hay fuego sin importancia. El fuego y las peleas son las dos únicas cosas que pueden engendrar hijos mayores que ellos.”
Un nuevo silencio y continuó: “Abrid bien las orejas y escuchad esta historia”:
Hace mucho tiempo cuando la armonía reinaba y todas las criaturas de la tierra se entendían bien, un hombre acomodado vivía con su familia en varias cabañas rodeadas de una gran empalizada. En el corral, deambulaban libremente varios animales: un perro, un gallo, un macho cabrío, un buey y un caballo.
Un día, la familia tuvo que ausentarse durante varios días para ir a los funerales de un hombre importante de un pueblo vecino. En casa sólo quedó la abuela que estaba cansada.
Antes de marchar, el cabeza de familia llamó al perro y le dijo:
– ¡Perro! En mi ausencia, tú serás el guardián de la casa. Tiéndete en la puerta del cercado y vigila todo lo que pasa dentro y fuera. No te muevas bajo ningún pretexto. Si ocurre algo, encarga a los otros animales de solucionar el problema.
Al día siguiente, cuando apenas se despertaba el sol, el perro oyó un ruido en la cabaña donde dormía la anciana bajo una mosquitera. Vio pasar al gallo que, como siempre había madrugado y buscaba los granos de mijo que podían haber caído de los morteros. Le gritó:
– ¡Gallo! ¡Gallo! ¿Qué es ese ruido que viene de la cabaña donde descansa la madre del amo?
– Son dos lagartos que se pelean desde hace un rato por una mosca muerta.
– Por favor, Gallo ve a pedirles que dejen de pelearse y si no te hacen caso oblígalos a separarse. La madre del amo está enferma y el ruido le puede molestar.
El gallo indignado levantando la cresta cacareó:
– Pero ¿qué dices perro? ¿Me pides a mi, rey del corral que anuncia cada mañana la salida de sol, que vaya a ocuparme de una triste pelea entre lagaros? ¡No es asunto mío!
Y sacudiendo sus largas plumas siguió picoteando.
Viendo que el gallo no le hacía caso, el perro fue llamando a cada uno de los animales para pedirles que pararan la pelea de los lagartos. Ninguno de ellos aceptó ocuparse de tal menudencia.
– ¡Si tanto te molesta esa pelea ocúpate tú de ella!, le dijo el macho cabrío que se marchó agitando la cabeza desdeñosamente.
El buey muy ofendido, hasta le amenazó con darle una cornada si insistía. El caballo alegó que siendo un animal pura sangre, consagrado sólo a competir en las carreras no podía ocuparse de semejante menudencia. Y sacudiendo su crinera, se alejó trotando.
El perro triste y desamparado agachó las orejas, apoyó el hocico sobre las patas delanteras. Veía a los animales paseando por el corral sin ocuparse de nada mientras el ruido de la pelea aumentaba.
De tanto agitarse, los lagartos cayeron del techo justo encima de la lámpara de aceite que estaba al lado de la estera donde dormía la anciana. La mecha saltó e incendió la mosquitera que pronto estuvo en llamas, lo mismo que la estera y el techo de paja. Los vecinos acudieron al oír los gritos de la anciana. La sacaron de allí como pudieron. Apagaron el fuego con calabazas de agua y llamaron al curandero, quien, después de examinar a la enferma que había sufrido graves quemaduras, pidió un pollo para hacer un sacrificio y cubrir con su sangre las quemaduras de la anciana.
Desgraciadamente la enferma murió. Había que avisar a su hijo. Un joven cogió el caballo y galopó como una flecha hasta llegar al pueblo donde se celebraban los funerales. Dio la noticia y el jefe de familia no se paró a buscar otra montura más fresca, saltó sobre el pura sangre, subió al muchacho en su grupa y a golpe de fusta y gritos emprendió la vuelta a galope tendido. Llegó a su casa al caer la noche. El caballo extenuado cayó cerca del perro sin poder dar un paso y murió:
El jefe de familia, después de presentar sus respetos a la difunta, dio orden para que cavaran la tumba. Según la costumbre del pueblo, antes de enterrar un difunto había que verter la sangre de un macho cabrio para “abrir” ritualmente la tumba. La carne serviría para alimentar a los que acudieran a los funerales para dar el pésame.
Dos hombres fueron a buscar al macho cabrío que descansaba a la sombra de un árbol. Lo arrastraron por los cuernos y lo llevaron al lugar de los sacrificios.
La anciana fue enterrada con todos los ritos y honores que exige la costumbre. Cuando pasaron los cuarenta días del fallecimiento. Tiempo necesario para que los difuntos se liberen de los vínculos que los unen al mundo terrenal, se celebró la ceremonia del “cuadragésimo” día al que acudían numerosos parientes y amigos de todos los pueblos cercanos. Para alimentarlos. El jefe de familia para alimentarlos a todos tuvo que sacrificar al buey.
Así termina la historia de la pelea de los lagartos por una mosca, una simple riña de la que nadie quiso ocuparse y que provocó una gran tragedia.
Cuento de Hampaté Bâ, Cuentos de los sabios de África, ed. Paidós, 2010.
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