Arena en los bolsillos Diario de un viaje al Sahara y Mauritania (y III), por Rafael Muñoz Abad

19/06/2012 | Bitácora africana

Muy temprano y resacado por el Ramadán salí de Villa Cisneros en un viejo Mercedes sin luces con la intención de llegar a la frontera con Mauritania. Razón por la que no había tiempo que perder. A día de hoy Marruecos ha liberado el tráfico hacia el sur, más allá de que hacerlo en coche compartido sea la única manera puesto que no hay autobuses que crucen la frontera. Con anterioridad y a causa de la presencia del Polisario, la travesía sólo era posible los martes y los viernes bajo un convoy militar organizado por el ejército marroquí. Un chofer saharaui, un copiloto mauritano, un canario, un catalán y un marroquí. Ya sé que suena a chiste. Una buena mesa de negociaciones que durante casi seis horas resolvió el problema del Sahara tras cubrir los más de quinientos kilómetros que separan Dakhla de Nouadhibou. De Río de Oro hacia el sur apenas hay una gasolinera; un suntuoso hotel de carretera; poblados de pescadores en medio de la nada; y urbanizaciones fantasmas totalmente terminadas a la espera de unos inquilinos aún por llegar. No termina de funcionar la idea marroquí de desplazar colonos al territorio. La angosta y transitada vía de doble sentido poco a poco va siendo devorada arena y la lima del tiempo. En un inicio discurre paralela a la costa hasta que de un volantazo se dirige hacia el interior; donde los minaretes de piedritas amontonadas en los altillos de arenisca que la flanquean, recuerdan a los gendarmes que tal vez el Frente Polisario los vigile desde el anonimato. Una vez llegas a la frontera del Sahara-Marruecos, lo único seguro es que te toca esperar y pagar. Un cuello de botella donde camiones sobrecargados de hermosas naranjas marroquíes; frigoríficos que acuden a las lonjas de Mauritania; retornados “engalanados” cuyo destino es Senegal o alguna Guinea; huidos; coches de lujo que fueron robados hace setenta y dos horas en Alemania para ser vendidos al otro lado de la frontera; aventureros de media Europa; y una colección de Mercedes 190 [coche nacional de Mauritania], nos apelotonábamos para que los funcionarios marroquíes nos sellaran los pasaportes de salida. “…Tu tienes cara de llevar hachís…; abre la maleta…” me decía el gendarme. Entre el Sahara y la frontera mauritana hay un “país” mítico que apenas tiene seis kilómetros de anchura. Se trata de la Tierra de Nadie o Kandahar, que es como afectuosamente se la denomina. Nación imaginaria cuyo pasaporte es la arena. Espacio de compra venta de coches con un único gravamen: la obligación de invitar a un té a la otra parte. Un descampado atravesado por una desdibujada pista cuya especialidad es reventar culatas. Sus márgenes, según cuentan, aún están repletos de minas de la guerra del Sahara. Buena fe de ello parecen ser las docenas de coches calcinados que en sus bordes yacen a modo de testigos para el acojonado viajero que por allí cruza. ¿Nuestro chofer?; me rio yo de Carlos Sainz. Menudo fenómeno al volante. Desde Dakhla vino limpiándose los dientes con una ramita que no guardó hasta no sortear el último socavón de la citada Tierra de Nadie. Cruzar este arrabal es una autentica experiencia; más siendo testigo con tus ojos de algo que ya es mítico en los viajeros del Sahara. ¿Lo que no tengo tan claro es como pasarían los cochazos que en la frontera esperaban? Por fin en Mauritania; y una vez comprobados los visados, ya sólo nos separaban unos pocos kilómetros de Nouadhibou.

“… ¿Cuál será su recorrido en el país…¡ahh, el tren de mineral! ;¡europeos locos!; ..¿eres de Tenerife, bien, bien…? Me gustan los mauritanos; saben mejor que muchos peninsulares donde están las Islas Canarias. La entrada a la península de Cap Blanc es espectacular. El nácar inmaculado de la arena te ciega, y ese paraíso natural que es el Banc d´Arguin asoma cual acuarela de dorados y turquesas. Un Monet africano pintado al trazo cristalino y difuminado de una lengua de mar, que anega una vasta marisma aún virgen; remanso de paz donde incluso el silencio se ahoga durante los kilómetros en los que a duras apenas cubre tus rodillas. Me pareció ver el paraíso. La carretera que me trajo desde El Aaiún hasta Nouadhibou, conjuntamente con el “paso de los socavones”, es parte del cordón umbilical o el ya citado cuello de botella al que miles de africanos confluyen según dejan la organizada Europa para conducir a sus respectivas áfricas natales.

La primera vez que visité la que es la segunda ciudad comercial de Mauritania fue en 1998; volví en el 2001; y hace poco más de un mes que por allí de nuevo me deje caer. Llegar a Nouadhibou es lo más parecido a aterrizar en Tattooine; donde sólo falta Jabba the Hutt y Luke Skywalker. La villa presenta la particularidad de que el tráfico y el urbanismo siempre son a gusto del consumidor. Burros, cabras y coches, comparten un ágil código de circulación común y, en palabras de mi amigo Brahimm: “…aquí las casas se hacen en un mes; sólo es cuestión de dinero…”. Pues [entre risas le respondí] no creas que en Tenerife es [o más bien era] muy distinto. Alguna esquina de Nouadhibou es un poco Taco style. Te sientes como en casa y donde tal vez por eso de la autoconstrucción al bloque gris y desnudo, ambas localidades deberían de estar hermanadas. La ciudad se extiende ocupando la franja central de la cara interna de la península de Cabo Blanco. El comercio, la exportación de mineral de hierro y la industria pesquera, son las principales actividades de Dakhlet, que es el otro nombre bajo el que se la conoce. Una arteria principal la recorre de norte a sur hasta el barrio francés de Cansado; donde empieza un enorme polígono industrial dedicado a la manipulación del fierro. De aquí sale el famoso “Tren de hierro” y sus casi tres kilómetros de vagonetas. El extremo meridional de la península es el entorno natural de Cap Blanc. Una milhoja de arena de mil colores que poco a poco va siendo desmigajada por un viento con el que vive un idilio constante. El cabo es quizás el último santuario de la esquiva foca monje. Dramática acuarela de azules, donde la inmensidad del atlántico se puntea bajo esa marejadilla multicolor que son los mil cayucos que con cada atardecer arriban de la pesca. Esquina del soplo que día a día esculpe el vientre de unos acantilados que se desangran en una playa rojiza. Ganar el lugar fue cualquier cosa menos sencillo. Tres taxis y un duro regateo en medio de la supuesta pista que sólo el pícaro que nos llevaba veía; a cambio de acabar despellejado por un vendaval de arena que a pelo te afeitaba la cara. ¡Y vaya si valió la pena! También fue un consuelo la explicación del “taxista” a la cantidad de ouguiyas que inicialmente nos pidió; amparándose en que pensaba que éramos norteamericanos y eso, lógicamente triplicaba el precio. “..yo soy español, canarias…” le dije; “..Ahh, entonces casi somos familia”, contestó el mauritano. Aún así, no fueron pocas las ocasiones en las que el muy rufián paró el Fiat Uno para renegociar la “tarifa” especial que tenía para los españoles. Precio que incluía una foto de su mujer y de las cabras que junto a su jaima pastaban cartones. Todo este sainete con objeto de ver con mis propios ojos el enorme y espectacular naufragio allí varado. Animal de hierro cuyo costillar descansa sobre la arena dorada y que según me contaba un guardia, hasta hace bien poco su contramaestre pakistaní aún estaba a bordo; malviviendo de las limosnas que algún loco turista, que por allí pasase, le diese a cambio de enseñarle un buque ya casi fantasma y a merced del desguace de los elementos. Por fin pude tocar el salvapantallas que en mi ordenador me obsesionaba.

La bahía de Nouadhibou es un cementerio de pesqueros abandonados por armadores desaprensivos; naufragios voluntarios que con la marea velan sus oxidados huesos. Sus playas fueron el mudo testigo que enroló el sueño europeo de miles de africanos que en la incierta aventura del cayuco acabaron. Paraíso de la pesca que viste algunas de las más selectas cartas de los restaurantes parisinos. Nouadhibou requiere su tiempo, y les aseguro que una vez superado el shock inicial por el caos callejero que allí parece reinar, acabas adaptándote a su equilibrio en forma de gente amigable; hospitalaria hasta decir basta; muy educada y donde nadie te molestará lo más mínimo. Por cierto, si hay algo inservible en Mauritania, eso es un reloj; incluso de arena, pues allí el tiempo se paró.

En una página rancia, alejada de las realidades africanas y en consonancia con la wiki, recomienda el Ministerio de Asuntos Exteriores no viajar a Mauritania y en especial a Nouadhibou por el alto riesgo de ser secuestrado. Y supongo que su información manejará; no siendo el que firma tan imprudente como para resolver poner en tela de juicio sus fuentes y razones. Lo que si vuelvo a denunciar amparándome por lo que allí escuché y vi de nuestra diplomacia, vivo ejemplo de la incapacidad en cuestiones africanas, es la imagen desvirtuada y peyorativa que seguimos ofreciendo del continente vecino. Todo español que “ose” saludar [a su entender molestar] al señor cónsul en su bunker de Nouadhibou, lo primero que recibe es una avalancha de majaderías en forma de historias acerca de células de Al Qaeda que rondan la ciudad; batallitas trasnochadas sobre las decenas de señoras rubias que han desaparecido en la carretera de Villa Cisneros a Mauritania; lo preparado que tiene la embajada para una evacuación inminente; y que él, no se hace responsable de absolutamente nada. ¿Y quién diablos le ha pedido nada a su merced? Más allá de llamar para comunicar el color de la alerta de secuestro y en palabras de los muchos españoles y mauritanos que allí se ganan la vida, este señor de corta talla a la par de su cerrazón mental, lo que debería hacer es salir de su agujero y hacer algo de turismo. Razón por la que le recomiendo aventurarse a ver un país que es un regalo para la vista y a conocer a sus gentes: don de la educación y la hospitalidad. Le diré que entre los que realmente conocen Mauritania sus palabras provocan tanta indignación como risas; siendo usted la fehaciente representación de nuestra política en materia africana. Me parece usted muy malo como cónsul; diría que peor; y en relación a sus comentarios, hasta dañino para las relaciones bilaterales de ambos países. Aún así, no le culpo. Usted no es más que un mero eslabón de la ausencia e incapacidad de un gobierno que anduvo capitaneado en su palo diplomático por “otra” de la que mejor no quiero ni acordarme ¡Ay Trinidad de mis amores!, más preocupada por las mechas que por tus quehaceres. Le diré estimado señor que tras varios días deambulando por el interior del país y alguna aventura hasta Ouadane, terroristas no vi; sólo arena, cielos estrellados y gente que te daban las gracias por visitar Mauritania. Le recomiendo los mercados de Nouakchott; pasar una mañana en Cap Blanc; ir en tren hasta Choum; recorrer la ciudad santa de Chinguetti para que pueda tocar la historia; ir a pescar al Banc d´Arguin; o simplemente, charlar con la gente. Le doy mi palabra de que no le secuestrarán. Y una última observación al lector en lo relativo a la visita de nuestro garito diplomático en Nouadhibou y al “Cónsul de El País”, pues aprovechando el juego de palabras, era esa la única lectura que el consulado ofrecía en su sala de espera. Todo un ejemplo de pluralidad informativa. Adoctrinamiento institucional. Usted señor cónsul, me recordó al taciturno presidente Paulus Kruger, que murió presumiendo de sólo haber leído la Biblia; concretamente, casi un centenar ejemplares “distintos”. No vayan a caer en manos de Al Qaeda, imagino que el día que evacue el consulado se llevará los miles de ejemplares de El País. Señor cónsul, mándese un té en el Baie du Levrier, está invitado y le queda cerca.

Ni siquiera las funestas historias del señor cónsul en Nouadhibou acerca de lo peligroso que es Mauritania lograron amedrentar el deseo de recorrer el país. Su efecto más bien fue todo lo contrario. Incluso prometimos llamarle una vez llegáramos a Zouerat o desde el Toyota de los terroristas que según él nos estaban esperando detrás de una duna. Uno de los platos fuertes del viaje era coger el tren de mineral que une la costa con las minas del interior. Un animal de hierro de casi tres kilómetros de longitud que arrastra centenares de vagonetas a través del Sahara. El viaje ofrece dos opciones. Una de ellas es comprar un billete para los coches de pasaje. La otra y tan pronto como el tren se detenga, trepar al interior de una de los vagones. Y lo cierto es que llegar hasta aquí para viajar “confortablemente”, como que no. Una multitud ataviada con bultos, fardos, neveras e incluso cabras, se abalanza sobre las vagonetas vacías. Motivo por lo que no hay mucho tiempo que perder puesto que el tren apenas para unos minutos. Descartando las pistas que sólo algunos son capaces de dibujar sobre la arena, el tren es el único medio que la gente tiene para viajar de manera gratuita, “cómoda” y “rápida” al interior de Mauritania. Después de unas de 18 horas, el recorrido finaliza en las minas de Zouerat; donde se bajan los saharauis que continúan viaje por carretera hasta los campamentos de Tindouf. La otra alternativa, tras doce horas sometido a un centrifugado en una piscina de metal donde tragas tanto polvo de ferrita que te asegurará pitar en todos los detectores de metal por el resto de tu vida, más allá de no volver a necesitar comer lentejas, es bajarse en Choum y continuar por carretera hasta el cruce de caminos de Mauritania: Atar. De madrugada y en medio de una tormenta de arena que al mezclase con el polvo de hierro de rojo teñía el aire, siendo lo más parecido a las puertas del infierno de Dante, me vi tentado en llamarle [señor cónsul] para informarle de que el conductor del coche se parecía a Bin Laden; pero tal vez, a esas horas, el señor funcionario dormía y soñaba con un suntuoso destino en Manhattan. Nos “acomodamos” tres delante, cuatro atrás, y en el cajón trasero, ocho más un mono conjuntamente con casi mil kilos de trastos; recorriendo otros ciento y muchos kilómetros en un loco rally por un indescifrable laberinto de pistas. Vaya fenómeno al volante resultó ser el primo de Osama que tan audazmente nos condujo hasta Atar; previa parada al amanecer para que cada uno rezara a su dios. De las muchas cosas buenas que tiene Mauritania, una de ellas es el pan señor cónsul. Espectacular. Y buena fe de ello les doy, tras desayunar baguettes con pan a la espera de negociar un viejo Mercedes con la ilusión de ganar la ciudad santa de Chinguetti. No es fácil llegar a tan ilustre localidad; más cuando la caída del turismo ha reducido el número de coches entre Atar y la llamada Puerta del Desierto. Sumando los más de cuatrocientos kilómetros de tren y zarandeos; incluyendo un suplemento en forma de cambio de vagoneta en plena marcha; y otros trescientos por carreteras tan espectaculares como perdidas, llegamos a Chinguetti después de casi un día de viaje. El final emocional de la aventura que no era otro si no llegar a la séptima ciudad santa del Islam se había logrado. Allí nos esperaban sus bibliotecas; la inmensidad del océano de arena; y un cielo espectacular.

Con la que está cayendo en el continente vecino, lo fácil sería convertir esta columna en el pregón las calamidades y de la hambruna; del final del gadafismo en el mejor estilo il Duce; de la incertidumbre egipcia; del “extraño” secuestro de Tindouf; o de la esperanza que levantan los comicios tunecinos. Y lo cierto es que sigo relatándoles esta aventura que fue caminar por esos páramos de Alá. No fue fácil llegar a Chinguetti. Un día de viaje repartido entre vagonetas de carga, y una paliza por carreteras pérdidas para ganar la séptima ciudad santa del Islam y puerta del desierto. Balcón de piedra que se asoma a un mar de dunas que en la playa del Mar Rojo se ahoga. Antaño, nudo fundamental del comercio transahariano; “puerto de mar” de esas naves del desierto que son los dromedarios; o centro cultural cuyas bibliotecas amontonan manuscritos centenarios. Ahora, relegada al ostracismo de unas callejuelas que respiran historia y echan de menos más peregrinos que a sus míticas puertas quieran llegar. Si el tiempo en Mauritania se ralentiza, en esa meca de la caligrafía que es Chinguetti simplemente no existe. La noche cae difuminada sobre un desierto que rinde la tarde de color naranja. Horizonte de suaves crestas toronja bajo un telón de estrellas, que con su negro manto, los tobillos del atardecer cubren en luz. No esperen mayor lujo que el agua fría; más cuando los refrigeradores sólo funcionan cuando esa musa que es la electricidad hace acto de presencia. No busquen grandes hoteles más allá de algún coqueto alberge, que con la noche se transforma en un hotel de mil estrellas bajo las que dormir envuelto en un atronador silencio; ruido que ya me gustaría de tono para mi móvil. Ir con tiempo merece una ruta de varios días “a bordo” de un dromedario hasta alguno de los oasis que la circundan. Dormir y vivir como los nómadas cuya única patria es el vacio de arena. Hombres que sólo conocen el himno del viento y sus susurros. Gente callada de la que hay mucho que aprender y más que escuchar. Me gusta mucho Mauritania. De puntillas sobre el horizonte está el caserío de Ouadane; y un poco más allá, Guelb el-Richat. Un remolino de piedra visible desde el espacio bautizado como el Ojo de Africa; auténtico paraíso de la geología. Salimos de Chinguetti en otro viejo Mercedes con la remota esperanza de que en Atar pudiésemos ver al Cheij. Hombre santo que espera su ceguez con los ojos del alma. El occidental viaja a Africa para que le operen de las cataratas que su alma ciegan; para librarse de sus mil demonios; esos, que vestidos de etiqueta a la vuelta del viaje le esperan. Atar es la encrucijada cardinal para viajar hacia la nada en cualquier dirección; o bien, para vencer las seis horas de carretera que la separan de la capital; Nouakchott. Trayecto en el que me di cuenta que es más fácil matarte en la carretera de que te secuestren unos desalmados. Las incontables estrellas de Chinguetti; las citas con la soledad del desierto al atardecer; sus minaretes edificados piedra a piedra; los relieves de sus penumbras; las sonrisas de los niños; y los paseos de madrugada por sus angosturas anegadas de arena, ya sólo eran un recuerdo en el retrovisor. No vi al Cheij.

Nouakchott es la capital de Mauritania. Una urbe joven que bajo las directrices de la administración colonial francesa, y con el objeto de dar un impulso al nacimiento de la incipiente Mawr?t?niyya, se desarrolló ya muy a finales de los años cincuenta a partir del trazado original de los ingenieros galos. Aún bajo el recuerdo de la magia que envuelve la ciudad santa de Chinguetti, salí de Atar rumbo a la capital. La segunda carretera asfaltada del país es una alfombra desenrollada de casi quinientos kilómetros. Ruta gobernada por un dialecto de guiños de luces que sólo los conductores mauritanos conocen; y donde salirte de la carretera forma parte del guión. Nouakchott es un animal urbano edificado bajo la planificación de los contrastes más extremos. Despedida del Magreb que anuncia el inicio del crisol de colores que es el Africa negra. La ciudad es un hervidero de mercados: el del carbón vegetal; el de la fruta; el de los imperecederos Mercedes 190; el de la madera; el de la platería; y el más impresionante de todos, el de la pesca. El atardecer coincide con la llegada de los pescadores a una playa infinita. Cuchillo atlántico de blanca arena al que mil cayucos arriban rebosantes del plateado y saltarín fruto del árbol de la mar; senda de arena y conchas que tras el horizonte parece caer; y a la vez, remanso donde las parejas escapan de los estrictos códigos nupciales. Las amplias y modernas avenidas que atraviesan la capital intentan canalizar un tráfico, que a ojos del occidental es la definición perfecta del caos; cruces tupidos por el colesterol de un denso y descontrolado trajín de coches; rotondas donde puedes entrar y tal vez no logres salir jamás; en resumidas cuentas, un videojuego donde burros, coches y personas, comparten un ágil código de circulación común. Taxis que se caen a trozos se codean con lujosos automóviles. A diferencia de España, que los metimos en los parlamentos, los burros en Mauritania aún desempeñan una inestimable labor en los quehaceres diarios. Las suntuosas delegaciones de los estados del Golfo Pérsico anuncian que este es otro mundo. Aquí manda el alifato; a pesar de que Pekín haya edificado una delegación con puertas, que a mí, de oro me parecieron. De los cónsules españoles; y tras lo escuchado en Nouadhibou, mejor ni hablamos. Ante mí, orgullosa y rascando la panza del cielo con sus góticos minaretes la gran mezquita saudí se erige. Y de nuevo vuelvo a comprender por qué Africa es el paraíso del mirón. Teatro donde lo cotidiano se vuelve representación; y es que no hay mayor droga en vena que sentarse a ver como la vida deambula; buscándose y reinventándose a sí misma en la esencia de su propio bullicio. La hospitalidad saharaui llega hasta tan al sur. A Mela y su familia agradezco el gran recibimiento que me dieron. “..¿Eres de Tenerife?;…allí está mi hermana y mi hija que es doctora en San Isidro…”. Qué pequeño es el mundo. La recta final del viaje ya empezaba a exigir mi pasaporte de vuelta; pero antes, aún había mucho Nouakchott que ver.

Dejé Nouakchott y su armonioso desorden bajo una tarde donde no es que hiciese calor; lo llovía. Por delante, una recta de casi quinientos kilómetros se antojaba como la última oportunidad para que las apocalípticas predicciones del señor Cónsul se materializaran y me secuestrase Al Qaeda.

Dejé Mauritania sin afeitarme; sucio y sin un duro en los bolsillos; y es que esas obligaciones que nos han robado los sueños exigían ya mi pasaporte de vuelta a la jaula del canario. Es curioso como el occidental llega a Africa temeroso; y lo que es peor, disfrazado de Coronel Tapioca; abandonandola como un pordiosero feliz y triste a la vez; paradójicamente, compartiendo vuelo con africanos que visten sus mejores galas.

Dejé Mauritania en un extraño vuelo de Nouadhibou a Las Palmas. Silencioso trayecto interior, que durante dos horas y media discurrió gobernado por un llanto mudo a causa de lo que atrás se quedaba en forma de las tensiones de El Aaiún; la hospitalidad saharaui; la inmensidad del desierto; el eterno verano de Villa Cisneros; las conversaciones con Mariano en Dakhla; los interminables viajes en coches destartalados en medio de la nada; el tren de hierro y su loca aventura nocturna; Chinguetti y sus cielos; un mar de arena naranja con cada atardecer; algún atracón de dátiles; los despeñaderos de Adrar; el bullicio de Nouakchott; y ya en la prisión del avión, la densidad de unos recuerdos que sobre el tapete de las remembranzas se desperdigaron al divisar esa recta de mil kilómetros que une El Aaiún con Nouadhibou.

Deje la arena para perderme en la niebla de Los Rodeos. Muchos momentos de retiro los lleno pensando en Mauritania donde otra patria chica tengo; en la autenticidad y nobleza de sus gentes; en lo abrumador de sus vacios henchidos de soledad; en la generosidad de mi amigo Brahimm; pero sobre todo, en lo reconfortante de sus silencios.
Dejé Mauritania con arena en los bolsillos y no pienso lavar el pantalón. Les confieso, ahora que nadie nos escucha, que facturé una botella llena de arena que en un cuenco vacié. Arena milenaria y vieja; líquida al tacto; donde raro es el día en el que en ella no me lavo las manos. Mauritania…

Centro de estudios africanos de la ULL.

cuadernosdeafrica@gmail.com

Autor

  • Doctor en Marina Civil.

    Cuando por primera vez llegué a Ciudad del Cabo supe que era el sitio y se cerró así el círculo abierto una tarde de los setenta frente a un desgastado atlas de Reader´s Digest. El por qué está de más y todo pasó a un segundo plano. África suele elegir de la misma manera que un gato o los libros nos escogen; no entra en tus cálculos. Con un doctorado en evolución e historia de la navegación me gano la vida como profesor asociado de la Universidad de la Laguna y desde el año 2003 trabajando como controlador. Piloto de la marina mercante, con frecuencia echo de falta la mar y su soledad en sus guardias de inalcanzable horizonte azul. De trabajar para Salvamento Marítimo aprendí a respetar el coraje de los que en un cayuco, dejando atrás semanas de zarandeo en ese otro océano de arena que es el Sahel, ven por primera vez la mar en Dakar o Nuadibú rumbo a El Dorado de los papeles europeos y su incierto destino. Angola, Costa de Marfil, Ghana, Mauritania, Senegal…pero sobre todo Sudáfrica y Namibia, son las que llenan mis acuarelas africanas. En su momento en forma de estudios y trabajo y después por mero vagabundeo, la conexión emocional con África austral es demasiado no mundana para intentar osar explicarla. El africanista nace y no se hace aunque pueda intentarlo y, si bien no sé nada de África, sí que aprendí más sentado en un café de Luanda viendo la gente pasar que bajo las decenas de libros que cogen polvo en mi biblioteca… sé dónde me voy a morir pero también lo saben la brisa de El Cabo de Buena Esperanza o el silencio del Namib.

    @Springbok1973

    @CEAULL

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