Pasar por la frontera de algunos países africanos puede resultar una experiencia poco apetecible. Las peores experiencias las he tenido al entrar o al salir por la República Democrática del Congo, país al que viajo con frecuencia por motivos de trabajo. Pero hace unas seis semanas tuve oportunidad de hacer eso que los expertos en resolución de conflictos llaman cambiar una situación negativa en positiva. Y todo gracias a un par de cervezas. Se lo explico.
Empiezo remontándome al mes de abril de este año que termina. Salía yo por carretera desde el Congo para pasar a Uganda, donde tenía que coger mi vuelo de regreso a España después de varias semanas de trabajo. Al llegar a la frontera, entregué mi pasaporte y supuse que, puesto que se trataba de salir y todo estaba en orden, y además había pocas personas en la aduana, el trámite burocrático me llevaría unos pocos minutos. Infeliz de mí. Nada más lejos de la realidad.
El funcionario de inmigración que recogió mi pasaporte lo examinó detenidamente y con aire serio me indicó que me sentara. Durante los siguientes minutos vi cómo mi documento de viaje pasaba de mano en mano de una sucesión de personajes uniformados y sin uniformar que expresaban gestos de extrañeza y preocupación que no hicieron sino aumentar mi sensación de que allí se cocía algo raro. Finalmente, uno de ellos, que parecía ser el jefe de aquel cotarro me dijo que esperara. Pasada casi una hora me llamó para decirme que el jefe de la aduana estaba reunido y que cuando terminara el asunto que tenía entre manos se ocuparía de mi caso.
No podía entender qué ocurría. Mi extrañeza no hizo sino aumentar cuando al cabo de otra media hora apareció un hombre corpulento, de expresión poco amigable, cargado de varios teléfonos móviles que sonaban uno tras otro, pregonando así la importancia de su rango. Me llamó a su oficina y me preguntó por el trabajo que yo realizaba, las personas con las que me relacionaba en el Congo y mis planes de viaje. Me preguntó incluso si me dedicaba al tráfico de minerales. Contesté a todas estas preguntas sin ninguna vacilación hasta que finalmente el amo de aquel cotarro desveló la razón de sus preocupaciones:
-Vamos a ver. Tiene usted el sello de entrada en Uganda hace cinco semanas, otro sello de entrada en nuestro país dos días después, el visado en regla… pero ¿dónde está el sello de salida de España?
Me quedé de piedra. No podía esperarme una objeción de este calibre y respondí como pude, diciéndole que para viajar a Uganda yo había volado primero de España a Holanda y que cuando uno viaja dentro de la Unión Europea ni siquiera le miran el pasaporte.
-En ese caso, ¿dónde está el sello de salida de Holanda cuando usted voló de Amsterdam a Uganda?
Intenté mantener la calma y le expliqué que por lo que yo conozco no lo suelen poner, pero que en cualquier caso cuando un policía me devuelve el pasaporte tras haberlo mirado no suelo tener la costumbre de hacerle preguntas, sino que me limito a hacer lo que me dice.
-Eso es imposible. En todos los países ponen el sello de salida. Si usted ha salido ilegalmente de Europa eso quiere decir que usted puede estar dedicándose a actividades ilegales en nuestro país. Tenemos que consultar con el Ministerio del Interior.
Cuando veo que me hacen la puñeta en una frontera africana siempre reacciono de la misma manera: no discuto y –excepto si me piden dinero- hago lo que me dicen y procuro no mostrar ningún signo de impaciencia. Aparte de que ponerse nervioso sólo sirve para empeorar las cosas, pienso que los inconvenientes que un europeo se pueda encontrar en una frontera africana siempre serán infinitamente más leves que los que un africano se encontrará cuando intenta viajar a Europa. Seamos justos. Creo que un poco de humildad en estos casos nunca viene mal, aunque pueda pensar que me encuentro delante de una situación absurda.
Y como en África -y sospecho que también en Indonesia-la paciencia suele dar buenos resultados, al cabo de tres horas, el jefazo me devuelve el pasaporte con una sonrisa de oreja a oreja mientras me informa que han contactado a las autoridades de su Ministerio del Interior, las cuales le han informado que en Europa es normal que a un ciudadano europeo le dejen salir sin ponerle ningún sello en su pasaporte. Y, como rúbrica, me deja caer que sería justo que les pagara algo por haberles hecho perder el tiempo. Yo también sonrío y, tras recoger mi pasaporte con el sello de salida, pongo cara de tonto para no darme por enterado del soborno que me pide.
Después de aquel incidente volví a pasar por aquella aduana otras dos veces. Siempre me encontré con el mismo jefazo, el cual volvió a hacerme las mismas preguntas de costumbre y a demorarme en mi tránsito por aquel poco atractivo lugar.
Pero un día de noviembre quiso la casualidad que, mientras me encontraba yo en una tienda congoleña haciendo mis compras del día apareciera por la puerta el funcionario de marras, el cual dio señales de reconocerme y me saludó con un escueto “¿Qué haces tú por aquí?”. “Pues ya ve usted, trabajando y haciendo compras. ¿Qué tal la aduana?” Después se sentó en el porche de la tienda y pidió una cerveza.
Conté entonces a Marie Chantal, que así se llama la señora de la tienda, los malos tragos que he tenido que pasar por la aduana y cómo el responsable de todo aquello se encontraba allí, bebiendo una cerveza a la puerta del local. Tras escuchar pacientemente mis cuitas, me dio una lección de diplomacia a la africana.
-Pues piensa que es Dios quien te ha enviado hoy a este señor. Ahora mismo tienes una ocasión de oro de hacerte su amigo. Págale la cerveza que ha encargado. Vale dos dólares.
Saqué de mi bolsillo no dos, sino cuatro dólares, que deposité en la mano de mi confidente, y le dije que cuando terminara de beberse su ”Primus” le diera otra y que le dijera que le invitaba yo. Después salí de la tienda con mis compras bajo el brazo, saludé con respeto a mi puñetero amigo aduanero y me dirigí hacia el coche para continuar con mi trabajo sin decir nada.
Pasaron tres semanas y cuando me llegó el tiempo de salir del país, al llegar a la frontera allí estaba él, con sus aires de perdonavidas, sentado en una silla a la entrada de la oficina de inmigración. Nada más verme llegar con mis dos maletas se levantó, y con una gran sonrisa me estrechó la mano y me saludó.
-Muchísimas gracias por la invitación del otro día. No sabía que eras así de generoso.
-Fue un placer. Es que, como ya le he dicho en alguna ocasión, mi suegra es congoleña y tengo yo muchas simpatías por su país –le respondí como quien no quiere la cosa.
Y tras pedirme el pasaporte, sin ni siquiera mirarlo, se lo pasó a un policía que había a su lado y le dijo.
-Pon el sello de salida a este señor, que es una buena persona, y que pase sin perder el tiempo, que tiene mucha prisa.
Y nos despedimos tan amigos. Aquella fue la vez que he pasado la frontera con menos problemas y en menos minutos. Es posible que en otro contexto un comportamiento como el mío pueda parecer propio de un tonto, pero una de las cosas que aprendes en África es que las buenas relaciones, hechas de pequeños detalles, cuentan mucho más que en Europa, donde todo es eficacia y donde solemos separar la amistad de los negocios. Y, en cualquier caso, una cerveza a tiempo puede obrar milagros. Y dos, más aún.
Original en En Clave de África