Viaje a Ghana (3ª Parte) . Esclavitud en Cape Coast, por Nuno Cobre

7/12/2011 | Bitácora africana

EN GHANA TAMBIÉN TIENEN GRAN PREDICAMENTO LAS CONCENTRACIONES RELIGIOSAS, los “empowerment”, que llaman y los rostros de varios sacerdotes aparecen pegados en muchas paredes anunciando el próximo encuentro y alentando a unirse al movimiento, a la causa.

Cerca de la Plaza de la Independencia, unos niños juegan al fútbol en un trozo de terreno donde apenas crece la hierba. Por la banda corre como un travelling de cine un pibe joven que luego descubro que es el entrenador de uno de los equipos. El niño lo vive y no para de gritar, de vociferar, de gesticular, se va a quedar ronco. Y al rato todo el mundo empieza a gritar también y el campo entero corre a agarrarse a una reja que protege una ventana desde donde se puede atisbar un minúsculo televisor al fondo de un cuarto oscuro. Algún equipo ghanés ha marcado un gol, y todo el mundo lo está celebrando. Yo también me acerco a ver que pasa por ahí, y de pronto, todos los niños me piden que les haga fotos y cuando se las muestro, se apelotonan a mi alrededor, me tiran de la cámara, como si quisieran arrancarme un brazo.

Sigo caminando y me encuentro con el arco que entroniza la Plaza de la Independencia. Una plaza que tiene el tamaño prácticamente de un campo de fútbol y a la que flanquea también otra escultura enorme en doble arco, más bien un doble semicírculo, como una M. Testigo de semejante obra es la Estatua del Soldado Desconocido. Pero a pesar de tanta grandiosidad, la plaza de la independencia aparece desolada, sin trabajo, casi sin motivo, y tan solo puedo observar a varios ghaneses desparramados entre sus asientos. La siesta llama.

Porque hay un momento del día en que el africano cierra los ojos, se acurruca, refugia su cabeza entre sus brazos, estira las piernas, duerme, duerme, desconecta, desaparece de la faz de la tierra. Le da igual donde y quién esté delante. Ocurre en todos lados: dentro de un taxi, en una heladería, en un Ministerio… les pasa a todos: a los hombres, a las mujeres, a los niños… todos caen hipnotizados por el encuentro con uno mismo, el reposo. El sol.

Yo también me duermo al cabo de unas horas…

Pero la tranquilidad sólo duró hasta el día siguiente cuando se aproximó por la entrada del hotel una mujer fuerte que me abrazó en lugar de estrechar la mano que yo le ofrecía. Nos sentamos en la salita de la recepción y allí nos pusimos de acuerdo sobre las diferentes excursiones que iba a hacer. La decisión estaba clara. Me voy a Cape Coast y Elmina.

Afuera me esperaba un Toyota Land Cruiser dorado y dentro Francis, el conductor. Desplegué el asiento para atrás, y nos adentramos por una Accra caótica atestada de coches, tráfico y follón. Cada vez que parábamos, salían por todos lados mujeres, hombres, niños, con todo tipo de productos sobre sus cabezas para vender.

Con gran esfuerzo conseguimos salir de Accra y nos dirigimos rumbo al Oeste, a los símbolos de la esclavitud, a Cape Coast. Por el camino se desplegaba un paisaje repleto de plataneras, plantains, combinados con plantaciones de ñame, mangos, palmeras… Los pueblos estaban todos electrificados, las carreteras se encontraban en buenas condiciones y las ‘chabolas’ también eran más sólidas y grandes que las que había visto en otros países de la zona. Mucho verde. Y a medida que avanzábamos, íbamos dejando a un lado Kokrobite, Winneba, Apam, Saltpond, Anomabu y llegamos por fin a Cape Coast.

Al adentrarme por el castillo, me aproveché del descuido del personal que ni siquiera velaba por la entrada de los turistas en ese momento y me metí dentro de una fortaleza de gruesas paredes blancas. A los pocos segundos, me encontré con todo el Océano Atlántico en frente de mí, y toda una línea de cañones y munición en forma de decenas de bolas. Me había subido a una especie de primer piso de la fortaleza y desde ahí, observaba uno de los principales bastiones del esclavismo.

Cape Coast, como otras fortalezas de la costa ghanesa, fue construida en el siglo XVI por diferentes potencias europeas tales como los británicos, los daneses, los holandeses, franceses (la guía de Lonely Planet habla de franceses, pero el guía dijo que los franceses no tenían nada por ahí) alemanes, portugueses y suecos. Me sorprendió sinceramente ver ahí en la lista negra a los limpitos y pulcros daneses y sobre todo a los suecos. Así que los suecos también. Ajá.

Cape Coast fue construido por los ingleses para defenderse de los distintos rivales europeos, así como para tener una infraestructura sólida que les permitiese comerciar con esclavos. Se trataba básicamente de dominar la Gold Coast y el golfo de Guinea. Al principio, las fortalezas (en el siglo XVIII ya habían 37 en toda la costa) se construyeron como almacenes de diamantes, oro o especies. Más tarde, el comercio de esclavos se reveló como el negocio más lucrativo, y las fortalezas o castillos se utilizaron principalmente como prisiones para encerrar a los esclavos que serían llevados principalmente a América.

Ahí, en la Puerta de No Retorno, se apiñaban los esclavos negros que marcharían como sardinas en lata hacia el otro lado del Atlántico. El guía, que enfatizaba un tono de voz dramático cada vez que narraba una brutalidad, nos iba enseñando los diferentes cuartos, o fosas donde se encerraba a los prisioneros con un gesto de sufrimiento. Curiosamente, al abrir la Puerta de No Retorno, descubrí un espectáculo colorido protagonizado por toda una serie de barcos y banderas, que le daban a la escena un aire carnavalesco. Que a los ghaneses les encantan las banderas, fue algo que fui descubriendo progresivamente.

Original en Las Palmeras Mienten

Autor

  • Nuno Cobre

    Sin que nadie le preguntase si estaba de acuerdo, a Nuno Cobre lo trajeron al mundo un día soleado del Siglo XX. Y ya que estaba por aquí, al hombre le dio por eso que llaman vivir.

    Sin embargo, durante mucho tiempo creyó Nuno que el mundo era sólo eso, sólo eso que se presentaba de manera circular y hermética ante sus ojos. Se asfixiaba. A veces. Pero algunos viernes o lunes por la mañana, una vocecita fresca y lejana le decía que habían otras cosas por ahí, que debían haber otras cosas por ahí.

    Y un día Nuno Cobre salió y se fue a la Universidad, y un día siguió viajando y al otro también, y al otro, mientras iba conociendo a gente variopinta y devorando libros sin parar… Entonces descubrió con un cierto alivio que no estaba solo. Que habían más. Cuando llegó la hora de elegir, Cobre decidió convertirse entonces en viajero sólido y juntaletras constante, pero quería más, un más que venía del Sur. Y fue así como el latido africano empezó a morderle tan fuerte que una noche abrió la puerta del avión y se bajó en un país tropical. África.

    Los temores. Llegó con cierto temor a África influenciado por la amarilla información occidental ávida de espectáculos cruentos y de enfermedades terminales. Y resultó que en lugar de agitarse, a Cobre se le olvidó la palabra nervios a la que empezó a confundir con un primo lejano. Y así fue como se llenó de paz, tiempo y vida.

    Tras varios años en África, Nuno Cobre sólo aspira a lo imposible: vivir todas las experiencias mientras le da a la tecla, a los botoncitos negros del ordenador que milagrosamente le proyectan un nuevo horizonte cada día.

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