34 horas de guagua y… ¡Bienvenidos a Bamako!, por José Naranjo

21/06/2012 | Bitácora africana

Desde hace tiempo tenía la intención de ir desde Dakar (Senegal) hasta Bamako (Malí), unos 1.100 kilómetros, por carretera. La otra opción, el avión, costaba unos 400 euros y en guagua un poco menos de 40. La diferencia de precio, como pueden ver, era insalvable. Así que preparé mi mochila y me presenté en el punto de partida, junto al estadio Leopold Sedar Senghor de Dakar. En un principio mi idea era ir por Kedougou, pero a última hora y por consejo de Bouba, un buen amigo maliense que ha hecho este viaje varias veces, me incliné por ir directo desde Tambacounda hasta Kayes, la ruta tradicional.

Esta historia comienza el domingo a las ocho y media de la noche. La empresa de transportes me había dicho que en 24 horas estaría en Bamako. Pero estas cosas, en África, no hay que creérselas nunca. En realidad, la pregunta más estúpida que se puede hacer es en estos casos es «¿a qué hora llegaremos?». Pero como uno no acaba de aprender, la hice. Y ellos, acostumbrados a tratar con tubabs (blancos) imprudentes, responden lo que queremos oir. «Pues 24 horas». Pero ellos saben y yo sé que eso dependerá de muchas variables difíciles de calcular a priori, como luego se pudo comprobar.

Dado que soy un maestro en el arte de la previsión, no llevaba nada de comida ni bebida para un viaje de al menos un día. Menos mal que la guagua no salió puntual (¡albricias, qué sorpresa!) y tuve margen para comprar dos botellas de agua Kirene y cinco paquetes de galletitas Biscrim, a razón de cuatro por paquete. Digo las marcas a ver si hay suerte, me patrocinan el próximo viaje y lo hago en avión aunque sea llevando más logotipos en la camiseta que Jesús Calleja subiendo al Anapurna.

La entrada a la guagua ya no presagiaba nada bueno. Los maleteros de debajo se llenaron en un plis plas y ahí estaba toda mi gente agolpada junto a la puerta intentando entrar cargada de variopintos cacharros. Aquello parecía un mercado. Cuando al fin logro entrar, el paisaje dentro del bus era para mear y no echar gota. El pasillo estaba ya repleto de bultos que iban desde bidones llenos de agua (¿para qué se llevan agua de un país a otro?, me preguntaba yo) hasta hatos de ropa, platos de comida, una perola gigante, cajas, sacos de arroz y carbón… En fin, de todo. Al menos no había animales vivos, como en mi último viaje a Podor.

Tras pasar por encima de aquel mercado persa logré encontrar un asiento. A mi lado, el joven Mohamed Cámara, un chico de padres malienses nacido en Senegal que no había viajado nunca al país de sus ancestros. Iba a ver a su familia por primera vez. Estaba nervioso y nos fuimos haciendo amigos con el paso de las horas. El motor se puso en marcha sobre las nueve y media y, tras parar a echar gasoil, seguimos rumbo hacia el sur.

La primera parada, Kaolack. Serían las dos de la madrugada. Todos teníamos ganas ya de estirar las piernas. Yo iba embutido entre Mohamed, la maleta del chico que estaba al otro lado del pasillo y dos garrafas de agua de la señora que iba delante de mí, la Mama la llamaban todos, una hermosa señora africana que ocupaba su asiento y medio pasillo. La parada, en la que se subió más gente comprimiendo aún más el espacio, duró más de una hora. Bultos van, bultos vienen. Al menos pudimos bajar y coger un poco de aire. Sobre las tres, seguimos ruta.

Casi todos nos adormilamos un poco. Yo veía cómo a los demás se les iba cayendo la cabeza para todos lados y a mí me debió pasar lo mismo. En una ocasión, la Mama casi se desnuca y se abalanza sobre el que estaba al otro lado del pasillo. Así, entre bache y bache, cuando me vine a dar cuenta ya habíamos pasado Tambacounda. Eran las seis y media de la mañana, había amanecido y el chófer decidió hacer una nueva parada. Casi todos aprovecharon para desaguar, lavarse un poco, sacar sus alfombras y rezar.

No conocía esta parte del país. Es Sahel en estado puro. Tierra seca, arbustos y árboles aquí y allá. La carretera, no en demasiado mal estado, sigue paralela a la vía del tren que une a Dakar y Bamako. Lo más notable fue un amplio grupo de babuinos que miró pasar la guagua con curiosidad. Sobre las 10.30 llegamos a Kidira, el pueblo senegalés a este lado de la frontera.

Ahora la parada era obligatoria: el puesto de policía para controlar pasaportes. Aproveché para ir al baño. Como diría un buen amigo, «si aquí no te coges una enfermedad debe ser porque ya estás muerto». Tenía hambre, ya me había comido dos paquetes de galletas pero era lo único desde el mediodía del domingo. Fuera del puesto policial había una señora haciendo bocadillos. Ñam, ñam. Después de que se me colaran dos africanos (suele pasar, al tercero que lo intentó ya me puse torero), pedí uno de brochetas de carne, con una especie de papas en salsa. La duda me asaltó cuando me preguntó si le echaba mayonesa, un bote abierto que tenía allí a 35 grados de temperatura. Dije que mejor no. Picante tampoco. Una diarrea justo ahora era el peor de los escenarios posibles.

Una horita de espera y prueba superada. Cruzamos un puente y ya estábamos en Malí. Pero lo peor estaba por llegar: nos aguardaba la Aduana maliense. Tocaba bajar y sacar todos los bultos del maletero. Juas. La gente empezó a hacerse la remolona, como era de esperar. Y el funcionario encargado de revisar que no entraba nada de contrabando (buscan sobre todo telas que deben pagar un canon) se enfadó. Volvió a su oficina y el chófer tuvo que ir a convencerle. Todo esto es un show, claro, de lo que se trataba era de morder algo. Algunos pasaron por caja. De manera aleatoria. Primero los maleteros de un lado; luego los del otro. Y yo allí, el único blanco, intentando pasar desapercibido.

Dos horas nos tuvo el buen señor y la gente bajando bultos, abriendo bultos, enseñando bultos, cerrando bultos, subiendo bultos. Cuando por fin termina la odisea, toca volver a parar en el control de pasaportes. Otra media hora. Y unos kilómetros más adelante, en el control militar antes de la ciudad de Kayes, luego en la estación de buses de Kayes (baja gente, sube gente) y en el control a la salida. A todo esto se nos hicieron las cuatro de la tarde, más de cinco horas para hacer 50 kilómetros. Cae el cuarto paquete de galletas y una bebida naranja con sabor a chicle que me vende un niño a 1,6 euros.

El calor empieza a apretar de verdad. Si está parada, dentro de la guagua no se puede estar. Sudamos a mares, las gotas me caen de la nariz y me empapan la camiseta. Cuando está en marcha, la cosa cambia porque entra aire fresco por las dos aberturas del techo. Afuera el paisaje es precioso, casi marciano. Hay un campo de baobabs maravilloso, parecen gigantes con los brazos abiertos. Unos están secos, otros llenos de hojas.

Todos empezamos a estar muy cansados. Van casi 24 horas de viaje y todavía nos queda un buen trecho. De repente, la carretera desaparece. ¿Dónde se ha metido? La guagua se adentra entre los arbustos siguiendo una pista de tierra y empezamos a dar botes. Como tiene que ir muy despacio, el calor vuelve a hacer estragos. Sudamos como pollos y no nos podemos mover entre los bultos. Unos niños que están quemando ramas y hierbas nos saludan. Están preparando la tierra para la próxima cosecha. Se hace de noche, la segunda noche a bordo.

A partir de aquí, todo es más confuso. Hay al menos dos paradas más. En una de ellas, creo que fue en Diéma, me compro 90 céntimos de dibi (cordero de brasa). Está bueno. Lo devoro con mi amigo Mohamed, que me ofrece agua fresca. Pego la hebra con una chica marfileña que va a Bamako y luego a Ghana. Pertenece a una asociación protestante llamada Juventud en Misión. Y me aclara: «Esto no pasa en todos los países africanos. En Ghana hay buses hasta con aire acondicionado y se respeta más al pasajero. Aquí si no te espabilas acabas viajando con tu equipaje sobre la cabeza». Me hace gracia la imagen. Son las dos de la madrugada.

Cuatro horas más tarde llegamos al puesto de control de entrada a Bamako. Ya ha amanecido, pero somos los primeros en cruzar. Bajamos a estirar las piernas mientras nos revisan, por enésima vez, los pasaportes. Un soldado me atisba a lo lejos y viene para mí directo. Pienso «ya la cagamos, a ver qué quiere». Me saluda con amabilidad, lo cual es aún más inquietante, me pregunta por mi nacionalidad y me dice, con una sonrisa, «tengo algo para ti». Y saca de su bolsillo una chapa con el retrato del capitán Amadou Sanogo, el jefe de la junta militar que dio un golpe de estado el pasado 22 de marzo. Me hago el bobo. «¿Y este quién es?», le pregunto. «Es nuestro héroe», me responde. Y me lo pone en la mano. «Es para ti, un souvenir». Le saco 500 francos (menos de un euro), pero me dice «no, 500 es por el pequeño» mientras saca una chapita más chica, «este son mil». Lo pago, me da las gracias y se va. Respiro aliviado cuando le veo alejarse.

Estamos en Kati, a una docena de kilómetros de la capital, donde se encuentra el cuartel de donde partió el golpe de estado y centro neurálgico de operaciones de los golpistas. En la siguiente parada, los militares vuelven a pedir pasaportes y ahora también certificados de vacunación. Mohamed, mi compañero de asiento, no tiene. Baja y lo arregla con unos cuantos mil francos CFA. Está enfadado. «Bienvenido a Malí», le digo. No le hace gracia la broma.

Pero ya está. Treinta y cuatro horas después de salir de Dakar, sobre las siete y media de la mañana del segundo día, llegamos al fin a Bamako. El paisaje antes de entrar a la ciudad reconforta. Tierra roja y un manto verde que empieza a surgir después de las primeras lluvias de la temporada. Cansados, sucios, con dolor de cabeza (varios me piden Ibuprofeno y me quedo casi sin tableta), con el culo cuadrado, pero satisfechos de llegar a destino. En cuanto me instalo en casa de un amigo y me pego una ducha me dispongo a trabajar un poco. Pero no hay internet porque ha habido un corte de luz, el enésimo según me cuentan. «Bienvenido a Malí tú también», pienso con amarga ironía.

Original en: Guinguinbali

Autor

  • José Naranjo Noble nació en Telde (Gran Canaria) el 23 de noviembre de 1971. Licenciado en Periodismo por la Universidad Complutense de Madrid en 1994, ha seguido profesionalmente el fenómeno de la inmigración africana hacia Canarias, tanto desde la óptica de las Islas como desde los países de origen y tránsito de los irregulares. Así, para elaborar sus reportajes, publicados en diversos medios de comunicación, ha viajado por el sur de Marruecos, el Sahara, Argelia, Malí, Senegal, Gambia, Cabo Verde y Mauritania, donde ha recogido los testimonios de centenares de personas. Por este trabajo le fueron concedidos los premios Antonio Mompeón Motos de Periodismo 2006 y el Premio Derechos Humanos del Consejo General de la Abogacía Española 2007, en este caso junto al también periodista Nicolás Castellano.

    Buena parte de su trabajo está recogido en los libros Cayucos (Editorial Debate, 2006), con el que fue finalista del Premio Debate, y en Los invisibles de Kolda (Editorial Península, 2009). Además, es coautor de los libros Inmigración en Canarias. Procesos y estrategias (Fundación Pedro García Cabrera, 2008) y Las migraciones en el mundo. Desafíos y esperanzas (Icaria, 2009).

    Es redacror de la revista digital de información sobre África Guinguinbali donde tiene su blog Los Invisibles , que reproduciremos en Bitácora Africana

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